Bajo de la bicicleta y la coloco en el biciestacionamiento que está fuera de Cumbé. Me gusta visitar esta cafetería en particular porque me dan descuento por ir en bici. El café me gusta y siempre me atienden bien. No es mi favorita, aunque estoy seguro que entra en mi top cinco (top cinco de cafeterías de la zona centro de la ciudad: Fuzz & Brew, Yonke, Cumbé, Yola y Constela de la Roma, —la última tiene un lugar más especial—, mención honorífica para Curva, que me encanta el café, pero a veces me desespera la clientela).
Estoy acalorado e inmediatamente me ofrecen un vaso de agua que, al ver que me lo bebo de un trago, pasa a ser una jarra. Pido lo que siempre pido en cualquier cafetería a la que voy: un latte deslactosado. Voy al baño para secarme el sudor y lavar mi cara, llevo mi Canon P colgada al cuello y aprovecho para hacerme una selfie en 35 milímetros. Teniendo en cuenta que el rollo que tengo cargado es un Elektra 100 y costó 280 pesos, esta selfie tiene un valor de casi ocho pesos.
Al dar el primer trago a mi café, un extranjero entra y voltea a ver mi cámara que descansa en la mesa (me sorprende que esté solo porque me he dado cuenta que viajan en manadas, es como presenciar una escena de Jurassic Park). Me dice, en un español bastante mordido, pero español al fin y al cabo, que le gusta mi cámara y que si puede tomarla. La examina. Me cuenta cómo tiene una colección propia de cámaras en casa (que no sé si sea fuera del país o algún departamento de la Roma o Condesa o Polanco o Santa Maria La Ribera). Es amable. No dejo de pensar que me molesta un poco que en cierta forma su presencia provoque que un departamento aumente su valor. Sin embargo, soy amable, al final del día no me ha hecho nada y, sobre todo, me doy cuenta o más bien, tengo la revelación de que ambos estamos en este café y si estamos platicando es porque yo decidí venir aquí, donde sé que, al igual que muchos cafés de la zona, estará poblado por extranjeros que muy probablemente no estén interesados en hablar español y mucho menos en entender una ciudad que se ha convertido en una vacación diaria. Yo tomé el camino que me trajo a este café con la excusa de que, ya dije, tengo descuento. Aunque pude fácilmente haber ido a otro café fuera de la burbuja-centro donde incluso sin descuento hubiese gastado menos.
Después de platicar un poco más sobre cámaras y de presumirle mi más reciente adquisición —una Olympus MJU por si desean saberlo— se va a hacer lo suyo y yo me quedo con una sensación agridulce. Sé que seguir tirando películas de 35 milímetros es un lujo. Los precios de la película son absurdos así como también los revelados y escaneados (porque al final del día sólo es una mentira, en su mayoría, el #FilImIsNotDead, porque lo que vemos todos los días en Instagram son archivos digitales). En promedio, un rollo, un revelado y escaneado sencillo llegan a tener un costo de seiscientos pesos. Sé que hay sitios donde tanto películas como servicios pueden ser muy baratos, pero los más famosos y concurridos suelen ser los más caros y queramos o no, son los que marcan la tendencia. Yo claramente no tengo el poder adquisitivo para solventar ese lujo, más estoy aquí, disparando solo película de 35mm y renegando de lo digital (que una vez más, es lo que siempre posteo). Y si lo puedo solventar, digamos, es porque me aprovecho del sistema personal. En mi trabajo tengo revelados y escaneos gratis y de una forma u otra y con ayuda de algunos trucos bajo la manga, me puedo hacer de película mes con mes. A veces más, la mayoría de las veces menos, no obstante, lo sigo haciendo. Y no puedo dejar de pensar que vivo en la mentira de un lujo que realmente no puedo alcanzar. Cada vez que compro un rollo pienso: debí haber hecho un uso más inteligente de ese dinero.
Trabajar en un laboratorio fotográfico me ha hecho entender mucho el porqué este resurgimiento analógico y a su vez he descubierto que esta moda, al igual que muchas otras, poco a poco (o en realidad a pasos agigantados) comienza a hacerse exclusiva de ciertas clases sociales o de cierto tipo de personas. Es común, para mí, atender todos los días a extranjeros y menos connacionales, incluso a los mexicanos que atiendo, regularmente son personas privilegiadas que de la nada pueden pagar más de dos mil pesos en revelados y otros dos mil pesos en rollos (guiño, guiño, mi sueldo) y si bien no es que me cause envidia o enojo, me doy cuenta que aquellos nuevos fotógrafos que desean incursionar en este mundo, se ven empujados fuera del círculo análogo por los precios, algo similar a quienes están siendo empujados, igual de manera acelerada, a la periferia de la ciudad por el alza de precios en las rentas. Y claro que si las personas tienen la posibilidad de pagar esas cuentas no hay razón por la cual no lo hagan. Aunque me he percatado del poco o casi nulo interés que tienen realmente por seguir el proceso de una foto análoga. Este proceso bien podría ser resumido como: tirar un rollo, revelarlo e imprimirlo o ampliarlo (bueno, algunas fotos, es difícil que todas las fotos nos llenen el ojo lo suficiente como para ampliarlas). Hoy en día ese proceso se ha roto. Ahora se revela y abruptamente pasa a ser un código digital al pasar por el escáner y los programas de edición. La fotografía analógica se ha convertido en un simulacro de lo que realmente era. Por mucho que nos aferramos a la idea de que se tira análogo o que #InFilmWeTrust o #FilmIsAlive, todos esos hashtags son la definición de lo que la foto análoga es hoy en día: un conjunto de ceros y unos. Lo, digamos, tangible, que muchos presumen, que es la razón por la que tiran en rollos de 35 milímetros o de formato medio comúnmente, se pierde cuando todo se ve a través de la pantalla y, sobre todo, cuando las bodegas de los laboratorios fotográficos se comienzan a llenar de negativos que la gente jamás recoge porque, para la mayoría, el proceso acaba cuando les llega un mail con un WeTransfer de sus fotos ya digitalizadas.
Pero no todo lo veo de forma pesimista. Pues así como existe esa aparente burbuja en la zona centro de la Ciudad de México donde parece que todo se define como tacos sanos o salsas que no pican, todavía existimos (y resistimos) en la periferia, donde existen laboratorios (o personas) que siguen revelando a bajos costos y si bien el proceso es el mismo que en casi todas partes: tirar, revelar, escanear, Instagram, estos sitios logran que aquellos que no pueden pagar un rollo de quinientos pesos y un revelado de cuatrocientos tengan el acceso a la experiencia análoga y, no sé, tal vez, comiencen a querer ver sus fotos en físico, primero mandando a imprimir y después, comenzando a ampliar. Y sí, no debemos (debo) olvidar, que no todo es Roma, Condesa, San Rafael, Del Valle, Polanco y demás zonas gentrificadas, todavía hay Xochimilco o Lindavista o Tlalnepantla (guiño, guiño a los labios y personas que revelan en esas zonas), donde se encuentran rollos a la mitad de precio que lo que cuestan en Donceles o incluso en Marketplace de Facebook todavía uno se puede armar de unos tres rollos por los mismos quinientos pesos que se pagarían por uno sólo en algún lugar lujoso (no, no es barato ni siquiera ahí).
Pido mi cuenta con mi respectivo 10% de descuento por montarme en una bici. Al salir escucho cómo el extranjero que me chuleó mi cámara se queja del ruido constante de la ciudad. No me despido, desencadeno la bici, pongo el Mechón en la bocina a todo volumen y salgo rodando de ahí.
Sí, la foto análoga no está muerta. Sin embargo, las imágenes digitales están más vivas que nunca.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.