El día de hoy hizo más calor que ayer
y yo me siento realmente insoportable,
realmente aquejado, realmente tonto.
Cómo fui yo,
erudito de mi propia vida,
confeccionista de mi propio destino,
arquitecto de mi vigesimocuarta casa,
a quedarme encerrado otra vez
en este cementerio de sueños y naves espaciales.
Cómo fui a permitirme permanecer un segundo más
en estas arenas punzantes y movedizas que
—aunque bien acompañadas—
se me aferran al hueso y lo van carcomiendo
hasta dejarme esta sensación inequívoca de desahucio.
Ah,
pero me levanto
y no veo ventanas
ni rayos de sol
ni trompetas en el viento,
solo un calor sofocante que viene desde la habitación de arriba
y oprime mis pies sobre el suelo.
Los colores,
de entre tantos colores,
se han seleccionado en breves combinaciones de verdes.
Si tan solo el verde se extendiera hasta mis brazos
y me sepultara en el paisaje.
He caminado entre los pasillos
buscando nuevamente las llaves de mi casa,
pero las telarañas de mi cabeza no me dejan avanzar.
Y mis gatos, los únicos espectadores de mi perjurio.
Mis pobres gatos desalimentados
me bufan cuando intento acercarme a buscar
un ligero atisbo de familiaridad.
No,
ya no pertenezco a este sitio
y cuanto más ajeno más me aferro a los muros,
pero yo, realmente sufrido,
realmente distante, realmente egoísta,
me he hecho la peor jugarreta que cualquier hombre podría hacer.
No he aprendido a estar solo.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.