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Apolonio Capdevila. 'Frontera'. 2017. Ilustración digital.

[Empieza introducción]

Estas lágrimas no dejan de caer. ¿Por qué me obligaste a escapar, por qué no me pude quedar con ustedes y enfrentar a los malvados? Si tú sabes que no soy un cobarde y que daría mi vida por mis hermanos. Madre, estas lagrimas no dejan de caer, trato de secarlas, pero es inútil, camino sin parar; duermo sin soñar; vivo, pero siento que muero. Este camino de migrante es un gesto de malicia, cada hoja que cae me aterra. Incluso el viento me susurra muerte y su olor podrido no me deja dormir, mucho menos soñar. Ahora me toca caminar bajo el cobijo de la noche en este desierto infinito y vacío de vida, ahora me toca mirar a la luna, el único lugar donde puedo ver tu reflejo mirándome con amor de madre en espera de reunirnos nuevamente. Ahora me toca ser tu ángel de la guardia en espíritu, porque mi cuerpo no resistió el camino. Ahora me toca descansar en paz en este cielo blanco.

[Termina introducción]

Imagina que esta historia fuera real. En cualquier caso, lo es al menos para alguien. Ahora imagina que eres tú el que la escribe, te imaginas o te sigo contando más. Esto pasó en el 2015 o tal vez fue en el 2018. La fecha ya es indiferente en esta narración que de ficticia no tiene nada.

Fue de esta manera que inicié un largo camino para comprender con mis propios ojos la cruda y detestable realidad que miles de migrantes centroamericanos viven en carne propia. Un camino malvado, lleno de mentiras y engaños, un camino trazado por el destino de cada individuo al intentar cruzar México, con la única finalidad de conseguir el tan anhelado sueño americano; un sueño manchado de sangre y lágrimas, un sueño de dolor y agonía, una pesadilla en pocas palabras.

Fue en el albergue de la Sagrada Familia en el Estado de Tlaxcala donde conocí el dolor de aquellas personas que escapaban de algo que ni tú ni yo viviremos. Bastó con 5 días para que mi entendimiento sobre la migración cambiara de rumbo y se dirigiera hacia una lucha justa.  Recuerdo aquel día que vi por primera vez a esa bestia tan poderosa y aterradora, aquella criatura inspiraba miedo y respeto, respiraba y rugía estaba viva y bajo sus ruedas miles de vidas sacrificadas, de lágrimas derramadas, de anhelos extinguidos. Esta bestia tan temida es el tren que cruza todo el territorio mexicano, los migrantes lo utilizan para llegar a la frontera norte con Estados Unidos en un intento por evitar a los agentes de migración. Fue en ese tren donde los migrantes llegaban al albergue cansado, hambriento y en muchas ocasiones sin pertenencias, pues eran víctimas de robos en su trayecto. Y es con este tren, con esta gente y en este lugar que inicia una historia que pocos cuentan y que nadie escucha, en estas vías nos separamos para que escuches las lágrimas y el dolor de ellos; los invisibles. Esta es su voz y su legado:

[1]

No recuerdo nada, todo es tan borroso que se difumina en mi mente, ahora ni si quiera recuerdo de dónde vengo o a dónde voy, lo único que recuerdo es este día caluroso cuando por fortuna llegamos a un albergue, por fin un momento para tomar agua y descansar mi alma. Entré y fui recibido por varios jóvenes que nos abrieron las puertas del lugar, nos recitaron las reglas y caminamos a un cuarto para registrarnos. «¿Cuál es tu nombre, de dónde eres, algún número de teléfono, a dónde te diriges? Si necesitas llamar a tus familiares aquí tenemos un teléfono, si necesitas asistencia médica la enfermera te apoyará». Estas palabras me reconfortaban. Por fin un breve descanso de esta tormentosa odisea. Salí al patio, la doñita nos dijo que podríamos estar el tiempo que necesitáramos, que respetáramos el albergue y que no tuviéramos miedo por los agentes de migración que ellos no podían entrar y llevarse a la gente. Con esas palabras cerramos los ojos y oramos por los alimentos. Me senté en el comedor con los demás compañeros, tranquilo, sin palabras en mi mente, pero sí con alimento en mi estómago. Tomé un baño, y uno bien merecido pues llevaba tres días sin bañarme, lavé mi ropa, me acosté en la cama y dormí sin darme cuenta. Al día siguiente subí al tren.

[2]

Mientras terminaba de registrar a los migrantes que llegaron al albergue, un chico se sentó al otro extremo, bajo la sombra, y al momento cerró los ojos, parecía que soñaba en algo, sonreía al vacío entre memorias y lágrimas. Cuando terminé mi labor me acerqué a él y le pregunté de dónde venía, sin vacilar me dijo que de un pasado encantador. «¿Encantador?», pregunté yo. ¿Cómo es eso? Él respondió con un nudo en la garganta: «si, amigo. Dejé atrás a mi familia para darles una oportunidad de soñar y justo hoy mi hija cumple dos años. No sé si la volveré a ver, por eso cierro mis ojos y la imagino sonriendo».

[3]

«¡Dame todo lo que tienes o aquí se los cargará la chingada!», gritó uno de los cinco rufianes con malvadas intenciones que estaban dispuestos a lo que sea por arrebatar lo poco que tenía en su posesión el señor Mario.
—No tengo nada, señores, por favor no nos hagan daño, somos migrantes —respondió con terror aquel señor de 50 años.
—¡No mientas, viejo pendejo! —gritó aquel hombre desalmado y lleno de rabia mientras agitaba su pistola al aire.
En ese momento el hijo del señor Mario corrió sin mirar atrás dejando a su padre solo con la desesperación y el miedo, Mario se quedó sin pertenencias y sin hijo. Así que lo buscó por todo Guadalajara sin mucho éxito, pero sin perder la esperanza de que lo encontraría. Fue de ciudad en ciudad rumbo al sur buscando a su hijo, un niño de 15 años que fue víctima, no de un sistema corrupto, sino de un miedo ajeno a su inocencia. Llegó a Michoacán con hambre y pidió un poco de comida a un señor que festejaba en su casa.
—Claro que sí, hermano, pasa te serviré algo de comida, ven siéntate come esto —respondió con una paz demasiada serena que era sospechosa.
Así el señor Mario se sentó y sintió un poco de alivio al tener algo que poner en su estómago, pues el camino hacia su hijo era largo e incierto. La fortuna descarada despertó a Mario pues el buen hombre le dijo: «siéntate y come esto porque cuando termines te voy a matar». Siete días después el buen señor Mario se encontraba con nosotros en el albergue de las Patronas en búsqueda de su hijo, ese día lo conocí y ese día me despedí de él.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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