Quien no piensa en qué escribir, sino en qué soñar, se agota, se enferma, se da consuelo en el calor introspectivo de un cigarro, se aferra a un par de labios que saben a verdad y a una mano que es guía, que guía a un no sé qué.
Es quien escribe sin dar respuestas, pide ayuda, busca su alma y se vacía. Es el que sufre de insomnio, el que bebe con el ímpetu de querer apagarse, ahogarse o, al menos, vomitarse, para no sentir el frío de la inercia que lo obliga a no obligarse a nada.
El que no piensa en qué escribir sino en qué soñar es el mismo que perdió las ganas de tener ganas por no encontrar. Es el que busca en sitios que ya buscó y se asombra de ver lo mismo, el que sabe que no hay respuesta a lo que no se ha sabido cuestionar y que lo que se cuestiona con certeza, no tiene respuesta evidente.
Quien ya no piensa en qué escribir descubrió que la lingüística no conoce de magia ni de sueños, o al menos no del todo. Sabe que el sentir domina y que tiene su imperio en cada universo.
Quien ya sólo piensa en qué soñar sabe que el sentir es el artista y cada cuerpo su óleo donde el verde pincel es batuta que lleva el compás del latir de los enamorados, cuando en las noches incógnitas al tiempo, desnudan sus miedos, se tocan, se besan y hacen el amor.
El que prefiere soñar a vivir es porque sabe que ahí, en cada mirada y caricia, se cierran los ciclos. El que prefiere morir antes de no volver a soñar es porque sabe que ahí, en cada latir, en cada aliento, comienza el mundo.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.