Moisés Álvarez.
Quijada. 2018. Fotografía digital.

Querida hermana: 

Dicen que cuando una persona suele ver algo que la desarma por completo tiende a quedarse serena, sin percibir lo que pasa a su alrededor… Algunos le llaman «estado de shock». Yo no podría dar crédito de ello, puesto que nunca experimenté lo que se siente quedarse quieto sin hacer algo cuando me lastiman. Lo que te contaré a continuación sabrá explicarte mejor el porqué de mis palabras. Verás… 

Aquella noche del 10 de agosto, para ser precisos, del año pasado, me encontraba dando vueltas en la cama, no podía dormir, no paraba de pensar con quien ella se encontraría, que brazos estarían rodeándola. Eran las 4 de la madrugada cuando el frío de la noche me pegó en el rostro. Una fina capa de escarcha cubría el Ford Taurus del viejo. Esa noche lo necesitaba y, sabes bien, cuán fácil era sacarle las llaves porque siempre las escondía en el bolsillo de su uniforme del laburo.  

Si me preguntas, a decir verdad, ni siquiera sabía qué estaba haciendo. Las imágenes me golpeaban en el orgullo, dejándome helado. Al mismo tiempo que sentía el calor de la ira creciendo desde adentro. Las calles estaban completamente aisladas, vacías, ni un alma se cruzó en mi camino en aquel momento.  

A dos cuadras de llegar a mi destino, me di cuenta que había olvidado ponerme un abrigo. En el espejo retrovisor del auto me crucé con la peor versión de mí mismo: pelos revueltos, piel pálida, ojeras profundas y una barba que comenzaba a dar señales de presencia. El alboroto hecho persona. Como diría la mamá. 

La calle, que se encontraba frente a su casa, estaba totalmente libre. Estacioné de inmediato aún sin saber exactamente que hacía yo allí, o quizás en el fondo lo intuía. Mi cuerpo se regía sólo, a tranco largo pero seguro. Llegué a la puerta que día a día había pasado observando a escondidas envuelto en el silencio. Una madera dura y negra, de esas puertas finas que poseen los departamentos de la gente rica, parecía observarme, eran de las más fuertes, según el tío Juan, el que es carpintero. De mi bolsillo se deslizó la llave que me conduciría al interior. 

El aroma a perfume de mujer, mezclado con el aire caliente del calefactor prendido, inundó mis pulmones. Reconocía aquella esencia, mis orgasmos más intensos se encontraban cubiertos de aquel bálsamo. El lugar estaba tan ordenado que parecía sacado de un catálogo de decoración. Un maullido agudo me sacó de mis pensamientos. Un gato atigrado de varios colores me sonreía desde la puerta que conducía al baño, sí, era el gato de ella, la otra, la que siempre estaba en el anonimato.  

De un momento a otro, cuando el animal se acercó a mis pies, lo sostuve en brazos, ronroneaba al tiempo que me pedía caricias en su cabeza. Fui a la cocina en busca de agua, la ansiedad me secaba la garganta, de pronto y encontrándome aún en la penumbra, un brillo inusual se clavó en mis ojos. Un cuchillo reposaba sobre la mesada al lado de la cocina. De un instante a otro no pude resistir tocarlo, estaba frío y la hoja parecía llamarme, implorar algo de atención. El gato seguía maullando y comenzaba a fastidiar mi plan. Tomé su esponjoso cuerpo y lo atraje hacia mí, mantuve cerrada con mi mano izquierda su boca, al tiempo que el cuchillo se enterraba en su estómago, se retorcía buscando zafarse al son de mis embestidas, la sangre corría aún tibia por mi torso. Me deleitaba sentir como bajaba lentamente hasta llegar a mis rodillas y hacerme cosquillas. Demasiado alboroto. 

Salí de mi ensueño y dejé el cuerpo del felino a un lado de la pileta, la sangre me pegaba la suela de los zapatos al piso, ralentizando mi andar, pero aumentando aún más mis ganas de llegar a mi objetivo. La habitación estaba abierta. La imagen que se cernía al frente me produjo cierto cosquilleo en la entrepierna, ambas eran dos ángeles aferrándose una a la otra a lo largo de la cama. No sentía nada más que mis pies moverse por el lugar, sigilosos como un depredador acechando a su presa. Los sentimientos me ahogaban y sentía que el aire me faltaba; necesitaba satisfacer aquellas fantasías que noche a noche me visitaban en sueños. 

Manjar para los ojos. Era ver los rayos de la luna que se asomaban por la ventana del balcón, caer sobre sus mejillas sonrojadas. El cuchillo de pronto se deslizó suavemente sobre aquellos refinados cuellos y, a medida que se enterraba, el rojo carmesí cubría sus pechos. Era todo un espectáculo sentir sus quejidos ahogados a la vez que sus manos me recorrían fuertemente, como sinónimo de desesperación. Una carcajada me brotó desde lo más profundo al ver sus intentos fallidos de tirarme hacia un costado. La otra, la anónima, cuyo nombre nunca pude conocer, abrió sus ojos, clavando en mí sus manos, las que tantas noches habían acariciado un cuerpo que ya tenía dueño. Intentó gritar, pero al abrir su boca me facilitó enterrar ese mismo cuchillo que segundos antes había probado a su amante, ahora yaciendo muerta a un costado. El facón se clavó con precisión, rugió y hasta tembló en mis manos, pero luego de ver aquel cuerpo dar sus últimos movimientos, supe que había llegado al final de mi destino. Aquel que cada noche me topaba en pensamientos.

Inconcebible delicia de cuerpos lánguidos untados, goce de brazos empeñados en suplicar ayuda. Mi trabajo resultaba tan sencillo, me encontraba en un trance de placer, lujuria mezclada con el más puro de los sentimientos, ese que se hace lugar entre tus sentidos dejándote al pie del abismo. Felicidad. Goce. Éxtasis en carne viva. 

No hay un momento de aquella noche que pueda cubrir de arrepentimientos, hermana, puesto que como me dirías tu: «hay más posibilidades que uno se lamente de aquello que no se atrevió a hacer, que de un error». 

 Saludos a mamá y papá… Los veo pronto. 

 

 

Con todo mi cariño, Dante. 

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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