Mientras él se marchaba y acomodaba su chaqueta para quitar la tierra que se había colado en ella al estar tirada en medio del bosque, ella lo miraba con el mismo pensamiento de siempre: «si esto se acaba, me hará pedazos». Podía sentir como los árboles, que habían sido testigos de su pasión, se marchitaban a su alrededor. La miró de regreso con esa sonrisa de complicidad en el rostro. Sabía perfectamente lo que estaban haciendo.
—Por ti, haría todo —susurró, segura de sus palabras, resonante en aquel verde paisaje.
—Te amo —respondió él casi por compromiso y ella lo sintió, pero no podía renunciar a su amor, era lo único que la mantenía en aquella nublosa ciudad. Le recordaba una versión valiente de sí misma.
Se acercó a ella y la besó cortamente en los labios mientras su mano se abría paso sobre su cintura. Hay cosas sobre las que no debes hablar y esa era un de aquellas cosas que parecían delito ante el cielo. Podía jurar que se derretía ante su toque y con el movimiento de su lengua en su boca. Sostuvo su mano mientras se hacía pedazos.
—Debemos mantener esto en secreto —dijo él mientras se separaba de ella.
—Lo sé —alzó sus hombros y el aire frío la recorrió por completo. Por él, caería; por él, dejaría de respirar, pero él no podía hacer lo mismo.
Las ramas se quebrantaron debajo de sus pies y él volteo a verla, sus ojos azules se encontraron y sintió cómo la tierra se la tragaba viva. Tragó saliva, su garganta estaba seca, el aire se espesó y las copas de los árboles se mecían sobre ellos. Un ruido lejano interrumpió el silencio reconfortante que se había formado en aquellos segundos. Había alguien en el bosque.
—Hay que separarnos —dijo él, mientras caminaba a la derecha.
Ella volvió a asentir sin decir una palabra. Una música de persecución comenzó a sonar en su cabeza mientras caminaba con rapidez hacia algún lugar desconocido, en medio de aquel enorme monstruo verde que esperaba tragarla ahora que se encontraba sola.
Miró hacia todos lados cuando las ramas volvieron a trinar detrás de ella. Se sostuvo del tronco de un árbol para recuperar el aliento.
—Está a punto de llover —escuchó detrás de ella una voz femenina.
—¡Joder! —se llevó la mano al pecho. Suspiró con terror al ver a aquella mujer con las manos ensangrentadas.
—Hombres, huh —pronunció en reproche.
—Debo irme —dice ella con el corazón en la garganta.
—Les das, los amas, les entregas todo y no recibes nada a cambio. Supongo que nunca sabes quién te romperá el corazón —miró sus manos y sonrío.
—No sé de qué estás hablando —respondió, desesperada.
—Querida, Isabel. Claro que sabes de que hablo. Tú eres quien se escabulle entre los arbustos para tener sexo con mi esposo. ¿Creíste que no me enteraría? —Isabel sintió un peso enorme sobre su pecho, las lágrimas nublaron su vista. ¿Esposo? Había sido una completa estúpida. Debió saberlo, malditos hombres que creen que cuando eres joven no sabes nada.
—Lo siento —pronunció con dificultad debido al llanto.
La mujer frente a ella la conocía de toda una vida, en su momento fue su niñera. Ahora estaba frente a aquella mujer que la cuidó cuando su madre no pudo hacerlo, pero la había roto en millones de pedazos. No sabía nada. ¿Cómo podría saberlo? No tenía ni idea. Era como una mancha de vino sobre una blusa nueva que nunca podrá ser usada de nuevo, se quedará ahí para siempre, arruinando la vista, maldiciendo lo que tocase.
—Lo tuve que hacer —Isabel sintió que no podía respirar—. Lo tuve que hacer, para que no siguiera usando a ambas. Lo hice por ti.
Entendió todo en ese momento, el ruido, la sangre, sus palabras, ese eco en su corazón que le decía que algo malo había pasado. Sintió una infinidad de sentimientos, pero la calma era uno de ellos. Como si al saber que él se había ido, algo la hubiese liberado de aquella prisión dorada en la cual se encontraba. Sin embargo, el eco de sus caricias aún se sentía entre sus entrepiernas, sintió el vello de su nuca erizarse ante el recuerdo de sus manos sobre su cadera, sosteniendo su cuerpo mientras explotaba a su alrededor en éxtasis. Era una libre amante.
Sabía que lo iba a extrañar, pero aquello no era algo que no pudiese encontrar en otro lado. Ahora mismo se preguntaba si el ensuciarse de barro había valido la pena o si el peligro que corría en el bosque había valido por algunos gemidos que nadie más escucharía. Estaba rota, eso era innegable, quería correr, pero la mujer delante de ella se lo impedía.
—Tienes que ayudarme a ocultar el cuerpo —ordenó. No era una proposición o una pregunta, le estaba demandando que le ayudase.
Isabel asintió, imaginando que su vida dependía de eso. La mujer la tomó de la mano, caminaron algunos minutos hasta adentrarse por completo al bosque. Las copas de los árboles eran más gruesas, el aire era más espeso y el silencio reinaba aquel lugar. Pensó ella en aquellos cuentos de terror que solían viajar de viejo en viejo acerca del bosque. Brujas, duendes, demonios, incluso había una historia sobre una secta que había construido un castillo para atraer a jóvenes como ella. Pensó que todo aquello sólo eran historias para mantener alejados a los jóvenes del bosque.
Cuando llegaron al punto, ella divisó la chaqueta color vino a su lado. Como si hubiese tratado de quitársela. Estaba algo quemada. Miro a la mujer, se hincó a un lado del cuerpo del hombre que le había robado gemidos, noches, y por el cual se había adentrado en aquel bosque; una promesa que ahora mismo no tenía significado alguno. Sintió algo removerse en su pecho, aún cuando odiaba sentirse mal por aquel hombre que le había prometió un para siempre, su esposa la miraba tratando de descifrar lo que una chica tan joven como ella pensaba.
—Deberíamos —pausó.
—¿Está realmente muerto? —pronunció, preguntándole, de pronto esperanzada a que fuese una broma de mal gusto.
—¿Tú crees que está muerto? —contestó la mujer, con una sombra sobre su rostro blanco que, en esos instantes, sólo dejaba ver pura maldad—. ¿Qué hay en las chicas jóvenes que las hace tan ilusas? —un suspiro burlón salió de la boca del hombre que tenía una mueca en el rostro.
—¿Qué? —dijo Isabela, tratando de alejarse de aquella pareja. La miraron como si estuvieran a punto de devorarle. Su inocencia blanquiazul en la tierra que fue testigo de su más oscuro pecado.
—El deseo virginal que se les escapa en el aroma. ¿No entiendes la magnitud de tu pecado? —se acercaron más a ella, las ramas crujieron bajo sus pies. Isabela trató de encontrar una salida pero se vio petrificada ante el sólo pensamiento de no salir viva de aquel bosque—. La tierra te ha reclamado, niña. Eres parte de los ancestros que nos llevaron hasta las puertas del infierno.
Isabela no entendía nada. La voz en su interior le decía que corriera, una advertencia palpable en el aire espeso de aquel bosque le gritaba que corriera, pero no lo hizo, se quedó ahí, viendo cómo su amante respiraba y la mujer frente a ella sonreía desproporcionadamente. Sus dientes eran filosos, como los de un lobo. Y de repente el miedo se impregnó en su nuca. ¿Acaso esa noche sería la noche final de su corta historia de vida? Tan sólo 19 años en el mundo. Su vida le sería arrebatada en un abrir y cerrar de ojos.
—No queremos matarte —pronunció el hombre mientras se levantaba.
—No es necesario si te unes a nosotros —de repente el bosque entero estaba lleno de personas desnudas, entre ramas y arbustos.
Isabela sintió en ese momento que no había opción, que una vez más su vida era una curva perfecta en la línea recta del destino, y entonces decidió, mientras miraba a aquella mujer sonreír y a su precioso amante chupándose los dedos que aún tenían ese tinte rojo en las yemas. Asintió, tímida, ante la mirada petrificante del resto de personas en el bosque. El hombre se acercó y con su dedo índice removió un poco de la sangre que manchaba su camisa y se lo acercó a la boca, ella abrió sus labios tímidamente ante el toque que conocía demasiado bien, sus labios pronto adoptaron en el centro un ligero tono rojizo. Miró a la mujer y finalmente ambas sonrieron.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.