Gerardo Buendía.
Sin título. 2019. Fotografía digital.

Es muy temprano: las seis de la mañana en punto cuando el despertador sonó. No creo que haya pasado tanto tiempo desde entones.

Ding-Dong.

Insistió. Antes de abrir la puerta lavé mi mano ensangrentada y la envolví con una pequeña toalla que tenía por ahí. Me sorprendí ante ello, quien sea que estuviese afuera de verdad tenía ansias de verme, había pasado de tocar el timbre dos veces a tocar la puerta con sus propias manos, tocar no, golpear. Quizá sea porque usualmente no tengo visitas, pero ese comportamiento no es usual, creo yo.

Escuché otra seguidilla de golpes cuando ya me encontraba a unos pasos de la puerta, admito que eso ya me había molestado un poco, de seguro era un niño que viene a vender galletas, algún servicio dudoso, un grupo religioso o quizá el señor de la renta.

Grande fue mi sorpresa al abrir la puerta y ver que no había atinado a ninguna de las predicciones. Es más, dentro de la diminuta lista de posibilidades, esta era la última y más cercana lo imposible, según yo.

—¿Mamá? —el rostro de ella se iluminó por completo al verme, jamás la había visto así—. ¿Qué haces aquí?

No recibí una respuesta inmediata, pero pude ver cómo se sintió aliviada por completo al notar que había respondido a su llamado, incluso llevó su mano al pecho, como si el corazón estuviera por jugarle una mala pasada.

—¡Tu mano! —tomó con delicadeza la toalla que se había manchado levemente de sangre y ahora parecía una pelota de trapo color anaranjado—. Dios mío, ¿qué te pasó?

Se veía sumamente preocupada, más de lo que recuerdo. No la veo hace tres años.

—No es nada, ma’. Sólo tuve una pequeña pelea con el tipo en mi espejo —solté una risita al final para tratar calmarla y asegurarme que no se preocupara de más, pero ella lucía ansiosa aún—. Pero, ¿qué haces tan temprano por aquí? —pregunté—. ¿Sucede algo?

Aún sostenía mi mano envuelta y podía ver en su rostro un gesto de preocupación y duda, algo pasaba por su cabeza, pero jamás logré acertar nada de lo que pensó alguna vez.

—Quería ver si estabas bien —dijo sin más, obviamente, algo oculta, la conozco bien.

—No tienes por qué mentirme, ma’.

Parecía tomara valor para decir lo que estaba pensando, como si se tratara de algo que fuese sumamente difícil para ella. Yo estaba preparándome para lo peor, alguna enfermedad terminal, bancarrota, hipoteca o algo peor quizá.

Dios quiera que no.

—El día que murió tu papá, tuve una sensación fría en el pecho, era la primera vez que sentía algo así en mi vida y una parte de mí decía que tenía que ver con él y no era nada bueno, decidí ignorarlo y ese día, antes de ir a trabajar, al momento de despedirme volví a sentir ese punzón helado en el pecho al verlo caminar hacia la estación —su voz se entrecortaba—. Tu papá no volvió más y lo primero que pensé fue en aquella sensación, hoy por la mañana desperté de la misma manera que aquel día, sentí el mismo miedo que aquel día y temí por ti, porque te haya pasado algo y vine lo más rápido que pude.

Tuve miedo.

—Seguramente tienes trabajo qué hacer y yo estoy quitándote tu tiempo, perdón si te molesté o algo por el estilo, hijito, no era mi intención yo solo estaba asustada…

Al igual que yo siempre lo he estado.

—No te disculpes por nada, mamá. Hoy no iré a trabajar, diré que me enfermé —la interrumpí—. Y estoy bien, te doy mi palabra —dije posando mi otra mano en su rostro y secando la humedad de sus ojos. Su viejo rostro de ojos cansados.

Ella hizo lo mismo, colocó sus cálidas manos sobre mis mejillas y comenzó a acariciarlas con ternura. Amor. En su mirada solo se veía paz, alivio, saber que su hijo aún estaba con ella y no estaría sola en este mundo cruel.

—¿Quieres quedarte a desayunar? —pregunté—. Puedo hacerte mi famoso desayuno internacional —reímos un poco, ella respondió positivamente moviendo la cabeza.

Ambos pasamos e hice lo posible para que se sintiera cómoda, no encendí el televisor, solo hablamos y hablamos, en la cocina y en el comedor. No había tenido una charla así hace un buen tiempo. 

Una oportunidad más.

—Te ves cansado, Piero.

—Lo estoy, ma’ —respondí dándole un beso en la frente, sin motivo alguno—, lo he estado desde hace mucho.

Nadie merece estar solo.

A todas las personas que han decidido quedarse en este mundo, a todas las personas que viven guerras interminables contra su propio reflejo, a ustedes que tienen la valentía de hacerle frente, ustedes que no se dieron por vencido y luchan día a día por una oportunidad más. Sigan de pie, no se rindan, es difícil, cuesta mucho y toma mucho tiempo, pero valdrá la pena, siempre habrá algo por qué luchar, siempre habrá algo o alguien a quien amar, encuentren un por qué y aférrense a ello. Siempre habrá un día más en el que podremos intentarlo de nuevo. A todos ustedes, felicidades. 

 

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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