Moisés Álvarez.
Sin título. 2018. Fotografía digital.

Y entonces un día me quedé sin nada que inventar, sin personajes que imaginar y sin tramas que armar. A uno se le seca la imaginación de tanto forzarla a parirnos algo decente y que valga la pena ser escrito. Mi casera, quien alguna vez estuvo casada con un escritor, me dijo el otro día: «el mejor ingrediente para escribir es la realidad». 

Pero, yo volteo a mi alrededor y la realidad que me envuelve no sirve ni para escribir un cuento de medio pelo. A lo mejor la frase de mi casera no se refería exactamente a mi realidad, sino a la de alguien más. Tal vez sea posible, y si es que hay dignidad en ello, robarse la de alguien más. 

Aunque, ¿para qué escribir faramallas de divorcios frustrados y romances de oficina? Esa realidad la conocen todos, y siendo honestos a nadie le pesa realmente si no es la suya propia. No, eso no, yo buscaba una realidad fuerte y cruda, significativa, pero, sobre todo, universal. Para lograr esto tendría que encontrar  una historia del dominio público, de esas que todos conocieron alguna vez. 

Eché a andar la memoria pero no pude encontrar algo que hubiese podido calarle en el alma a cada una de las personas que hubiese escuchado dicha historia. Encontré algunos prospectos, pero infortunadamente algunos contenían suficientes tintes políticos como para generar controversia, por ejemplo, algunos lloraron el balazo a Colosio y sin embargo otros lo aplaudieron. Estaba también la llamada «Guerra contra el narco», aunque nuevamente, algunos la sufren y otros la veneran. 

Fui cada vez más atrás hasta llegar a un sitio intrincado y con tintes dolosos. Allí estaba, el acontecimiento cuyo eco había hecho rabiar y entristecer a cada mexicano. Una historia real que bien pudo ser ficción y que lamentablemente no lo fue. Por eso vine a Ayotzinapa, porque yo, un escritor principiante de veintiséis años y cuestionable talento, creyó que sería buena idea escribir un cuento sobre los 43 normalistas. 

Tres horas de carretera solitaria, de montañas resecas y horizontes despoblados.  «Aquí no hay nada», pensé. Sin terreno plano para sembrar y sin agua para cultivar, a Guerrero sólo le bendijeron las costas, y de los cerros se olvidaron. 

Primero llegué a Chilpancingo, una capital que no parece capital y una ciudad que no deja de parecerse a un pueblo. No vi fábricas, ni grandes almacenes y tampoco vi trabajo. No me quedó duda de que por Chilpancingo pasaron los políticos y que ninguno se quedó. 

El señor amable del mercado me explicó cómo llegar a Tixtla y la señora de la fonda me despidió con una sonrisa. Los guerrerenses me parecieron hechos de otra cosa, de algo muy distinto a la tierra blanca y reseca de aquellos cerros entre los que nacieron. Los guerrerenses me parecieron gente viva. 

Curvas y curvas para llegar a Tixtla, dieciséis kilómetros de incendios forestales. Yo ya no sé qué es lo que devoran, si en esas cumbres ya no quedan más que piedras ennegrecidas. 

Allá abajo estaba la pequeña ciudad, un valle hondo y profundo entre los cerros, aunque eso sí, verde y vivo como nada que hubiera visto en todo el día. Algo tiene Tixtla, algo tiene Tixtla… 

El arco rojo de la escuela me tomó por sorpresa y para cuando quise bajarme de la combi ya me había pasado varios metros. El chofer me bajó más adelante y ya no tuve de otra más que caminar de regreso bajo ese sol quemante del mediodía. 

Al darle vuelta a la curva estrecha pude ver que había un retén de la policía estatal, agentes de capucha negra con fusiles en mano. Ni un coche en la carretera y ni un alma en el sendero. Éramos yo y cuatro policías encapuchados, en un lugar donde hasta el silencio de los cerros te advierte que es el gobierno quien desaparece a la gente.  La insignificancia de un hombre sólo e inexperto, frente a hombres armados y lejos de cualquier cosa que se le parezca al estado de derecho. Uno siempre se pregunta como es que la gente común termina convertida en cadáver y en estadística de las desapariciones, pues bueno, la respuesta a esa pregunta bien podría haber estado a la vuelta de aquella curva desolada.

«Me van a desaparecer por pendejo», pensé mientras caminaba hacia ellos, con la garganta hecha un nudo. No sé si por la deshidratación o por el miedo a las historias de desapariciones forzadas en el estado. 

«Buenas tardes joven, bienvenido a Ayotzinapa», me dijo uno de ellos, sonriendo. No le vi la cara y no le vi la sonrisa, pero le vi los ojos y con eso supe que me sonreía. Me avergoncé de mi cobardía y me reprendí por mi desconfianza. «Son policías buenos», me dije al avanzar y dejar atrás el retén. 

Pasé bajo el arco que decía: Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, sin embargo el plantel no estaba ahí, sino más allá, descendiendo por el barranco y hasta el fondo del valle. Di vuelta en una esquina del barranco y a unos cuantos metros vi a unos muchachos sentados junto a la carretera. Tenían motos y vestían con ropas llamativas, tenis deportivos y lentes oscuros. Me detuve en seco. Lo primero que pensé fue: «estos me van a asaltar». ¿Y cómo no iba yo a pensar eso? Si los que me asaltaron en Veracruz se vestían igualito que aquellos.  Me di la vuelta y volví a toda prisa subiendo por la cañada. 

Regresé por la misma carretera y llegué otra vez al retén con los policías: «Buenas tardes, joven, bienvenido a Tixtla», me dijeron. De ida se va para Ayotzinapa y de regreso se viene para Tixtla, deduje.

Deambulé por la ciudad, pasé por el parque central y visité la iglesia con sus santos cubiertos de mantas por la Semana Santa. Luego me metí en una fonda, sin embargo, apenas y logré comer, no tenía apetito. El estómago se me había llenado de vergüenza, ¿cómo quería yo escribir sobre aquellos normalistas si la cobardía me brotaba por los poros? Le tuve miedo a los policías de la carretera y luego a los supuestos ladrones bajo la cañada. 

Uno no puede contar una historia de terror si el miedo lo domina, ¿cómo voy a escribir sobre las desapariciones del estado si le temo al mismo estado? ¿O sobre la participación del crimen organizado cuando ni siquiera me atrevo a pasar caminando frente a él? Me di cuenta ahí, en aquella fonda de antojitos, que escribir ficción es fácil, pero escribir sobre cosas que en verdad pasaron es otro asunto, uno de profesionales. 

Pocos habrán logrado escribir sobre Tlatelolco y otros menos habrán conseguido hacerlo decentemente. Juan Rulfo le atinó al sufrimiento de La Revolución con sus cuentos y García Márquez logró retratar la frustración de una Colombia que caminaba, pero que no iba a ninguna parte. «Pero como mi apellido no es ni Rulfo ni Márquez, entonces mejor le sigo con mis historias de ficción», me dije mientras dejaba un billete de a cien pesos sobre la charola negra en la fonda de antojitos. Caminé de regreso por las calles de Tixtla y con rumbo a la parada de combis en las afueras del pueblo. Ya era hora de ir regresando a Chilpancingo y luego a la Ciudad de México, pues Tixtla no parecía ser sitio para escritores cobardes.  

Mientras caminaba pensaba en que, visto de cierta manera, Guerrero no está tan lejos de la capital del país y aun así a esos estudiantes les arrancaron la vida aquí, no fue allá lejos por Yucatán o Chiapas, no, fue aquí cerquita. Si uno mira con atención, pronto se da cuenta de que aquel basurero en Cocula nunca estuvo tan lejos de Los Pinos en la Ciudad de México. Y si así fue, entonces ¿qué pasará en aquellos lejanos pueblos del sur donde el brazo del Estado no llega más que a modo de sombra?  

Debí llegar a eso de las tres de la tarde a la parada de combis. Ya me esperaban varias señoras con sus hijos, campesinos de gorra y pantalones desgastados. Todos iríamos de Tixtla a Chilpancingo, de lo verde a lo reseco y de lo vivo a lo muerto, aunque eso sí, pasando primero frente a ese arco rojo de la Escuela Normal. 

Nos subimos en la combi y pronto comenzamos a salir del pueblo. Llegamos al entronque de la carretera y allí estaban las enormes lonas sublimadas con los rostros de los estudiantes desaparecidos. Me sentí envalentonado, ¿quién soy yo para juzgar mis intenciones? Que me juzguen ellos que ya no están, ¿qué más da una historia mediocremente escrita sobre ellos si al final lo que cuenta es no olvidarlos? Ya no los vemos en las noticias ni en los periódicos. A México se le resecó la memoria como a esos cerros que rodean Tixtla, pero aquí su recuerdo sigue tan vivo como las plantaciones en el fondo de la cañada. 

«Aquí me bajo», le dije al chofer de la combi cuando pasamos frente al arco de la escuela. No se detuvo y me insistió en que allí ya no había parada. Debimos avanzar unos doscientos metros cuando finalmente lo convencí de bajarme a la orilla de la carretera. Caminé de regreso y crucé bajo el arco de la escuela, avancé a paso veloz por la calle que descendía hacia el plantel. Pude ver nuevamente a los supuestos jóvenes asaltantes, crucé frente a ellos. Resultó ser que simplemente querían venderme unos jugos de naranja. Me reí de mí por la desconfianza y condené una vez más mi cobardía. 

Finalmente llegué a la entrada de la escuela y pude ver por primera vez ese sitio del que habían salido una tarde los 43 normalistas. Era la misma puerta por la que entraron los investigadores de la ONU y la misma que le cerraron en las narices a esos burócratas supuestamente impolutos que alguna vez quiso enviar el presidente de la República. Allí al fondo se veían cruzando algunos muchachitos, con playeras y pantalones de mezclilla. 

—Buenas tardes —le dije al muchacho de no más de veinte años quien custodiaba la puerta. 

—Buenas tardes —dijo en una voz tan baja que pareció un susurro. Educadamente se puso el cubrebocas y avanzó hacia mí—, ¿qué se le ofrece?  

—Pues, mi nombre es Ali y soy cuentista, escribo cuentos y quisiera escribir un cuento sobre los normalistas.  

Apenas terminé de pronunciar aquellas palabras me di cuenta de lo increíblemente infantil que había sonado. 

—Ah — Asintió con la cabeza mientras pateaba una piedrecilla con su zapato. 

Me quedé en silencio esperando a que dijera algo más, pero como no dijo nada decidí proseguir. 

—Quería saber si hay algún museo aquí dentro de la escuela, para saber un poco más de la historia de ustedes. 

—No, no hay museo —Me respondió con la mirada aún en el suelo. 

Pude ver como allá al fondo varios muchachos comenzaban a asomarse para observarme. 

—Entiendo, ¿pero aceptan visitantes para conocer la escuela o algo así?

—No sé —el muchacho seguía sin mirarme. 

—Bueno, pero ¿habrá alguien que sí sepa?

—No, no hay nadie ahorita. 

—¿Y los maestros? 

—No están. 

—¿Y no habrá algún número al que pueda yo llamar para agendar una cita?

—No, no hay número. 

—¿Ni de las oficinas administrativas? 

—Es que no están. 

Tardé demasiado en darme cuenta de que en ese lugar yo no era bienvenido. Miré a mi alrededor y cada vez había más muchachos viéndome. Se susurraban cosas entre ellos y otros se alejaban rápidamente para entrar en un edificio cercano.  

—¿Y a usted quien lo manda? —Me dijo uno de ellos quien parecía ser el de mayor edad.

—No, a mí no me manda nadie, vine yo solo. 

—¿Y a quién viene usted a ver?  

—Pues, no sé, creí que se admitían visitantes para conocer la historia de la escuela. 

Ya no me respondieron después de esto y fue allí, de pie frente a aquella escuela con los estudiantes observándome, que comprendí que la tragedia y la desconfianza siguen vivas dentro de ese recinto coronado por árboles frondosos.  

Les di las gracias por su atención y volví por donde había llegado. Me sentí como un hombre despreciable por haber ido ilusamente creyendo que tenía derecho a escribir sobre una tragedia que tiene dueño y que, peor aún, que todavía no ha llegado a su fin. Me atrevo incluso a decir que los 43 nunca se fueron y que siguen allí. Fueron los mismos que me recibieron, aunque con otros rostros y con otros nombres. 

Fui a Ayotzinapa creyendo que la historia de los 43 era eso: una historia del pasado. Pero la desconfianza de los alumnos, en esa sociedad mexicana que los relegó al olvido y la irrelevancia, fue clara en su mensaje: el tiempo se detuvo aquella tarde en la Normal y desde entonces el reloj no ha vuelto a caminar.  

La patria olvidó, pero ellos no. 

¿Qué derecho tengo yo de pedirles la entrada en ese lugar casi sagrado? Si fui uno más de aquellos mexicanos, que le cambiaron al canal de la televisión para poder ver el fútbol, en lugar de mirar a los padres de los estudiantes llorando ante las cámaras. Cuando mi deber como mexicano era buscarles justicia, al menos peregrinando en aquellas marchas sobre el Paseo de La Reforma.

Decidí aquella tarde y mientras avanzaba de regreso hacia la Ciudad de México, que el único hombre con derecho a escribir sobre los normalistas es otro normalista. Así que entonces lo que me queda es buscar otra tragedia sobre la cual escribir, o esperar a que una me golpeé de lleno y así tener derecho a contarla. 

Esperar y sólo esperar, mientras ruego nunca tener que sentarme a escribirla.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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