135.
Retrato familiar. 2020. Collage para (Des)apariciones, de Emiliano Buendía.

Tenía mucho tiempo de estar fuera de mi país, ya ni siquiera recordaba porqué fue que decidí partir, sólo recuerdo que tomé la decisión y mi equipaje, y me fui sin dar explicación. Claro que corroboré lo que madre decía: «no importa que tan cómodo pueda estar alguien en otro país, siempre queda el anhelo del lugar donde uno crece y descubre la razón de estar vivo».

Jamás he sido supersticiosa. Jamás he creído en algo más allá de lo que puedo ver, tocar o sentir; ese tipo de creencias que la gente suele llamar «místicas» me eran completamente ajenas, irrelevantes, pero debo de confesar que, de un tiempo para acá, he sentido la necesidad —sí, esa es la palabra— de volver. Una sensación completamente extraña me envuelve. Como si mi patria me estuviera hablando, como si en silencio me gritara: «¡ven!». Al principio lo negué, busqué uno y mil pretextos para justificarlo, pensaba que tal vez mi sentir se debía al cansancio o al estrés que he venido acarreando. Sin embargo, el tiempo pasaba y me convencía que era preciso volver. Así que tomé el teléfono y compré mi boleto, sólo el de ida, a decir verdad, no sabía qué era lo que me aguardaba, mucho menos el tiempo que me tomaría.

Procedí de la misma manera: hice una pequeña maleta y me fui sin decir nada a nadie. Desde el principio, mi travesía estuvo envuelta en complicaciones, la primera de ellas fue el despegue, podría volar dos, tres días seguidos, pero esa primera sensación al volverse uno con el cielo, siempre me ha parecido desdeñable, fue por eso que preferí entretener mi mente en cualquier otra cosa y claro, lo único en lo que podía pensar era en mi vieja casa, en las personas que la volvían un hogar; recuerdo a mamá metida en la cocina realizando un acto alquímico al transformar las verduras, las carnes crudas y los guisantes en manjares dignos de cualquier rey. También la recuerdo preparando sus clases. ¡Cuánto lo odiaba! Pero, siempre encontraba la manera de terminar a tiempo y de procurar que sus alumnos recibieran lo mejor de ella. Recuerdo también a mi hermana con la vista clavada en sus amados libros o paseando al viejo coronel, el perro que creció con nosotras. Mi padre siempre se comprometía a hacerlo, pero siempre éramos nosotras quienes lo paseábamos; nunca me desagradó. Muy por el contrario, lo disfrutaba mucho; salir de casa, respirar aire fresco, caminar por el parque y encontrar a la vieja señora Asunción y a su amado don José. Su amor siempre me pareció digno de emular, se miraban con una ternura excepcional, como si se hubieran conocido recién. Tengo la esperanza de volverlos a encontrar para por fin preguntarles cuál es la receta del amor.

Mi casa no tenía [nada] del otro mundo, era un departamento dentro de una vieja unidad, pero para mí siempre guardó una magia muy especial, las vecinas solían tener sus entradas llenas de flores que me encantaba oler, pero sobre todo ver cómo en conjunto los diferentes colores y formas deban vida a cuadros que cualquier pintor quisiera pintar.

Es bastante curioso que justo ahora recuerde los domingos de fin de mes, día en que todo el edificio se reunía para limpiar los pasillos y las escaleras. ¡Cómo lo odiaba! Debía levantarme muy temprano y acarrear agua de aquí para allá y de arriba abajo. Aunque fue uno de esos domingos en que conocí a quien hoy aun es mi mejor amiga. Me sorprende que hayan pasado ya veinte años y que a pesar de las distancias y las ausencias sigamos siendo tan amigas como siempre. Tan es así que fue a la única a quien avise sobre mi retorno. ¡Se alegró tanto! De inmediato, se ofreció para ir por mí al aeropuerto y me alegro de que fuera así, tengo mucho que contarle.

De pronto todos mis pensamientos y recuerdos se vieron interrumpidos por el sobrecargo que comenzaba a repartir los almuerzos. Yo tenía mucha hambre, pero ni siquiera a miles de pies de alturas podía comer sin antes lavar mis manos. Me levanté y recorrí el pasillo con mucho cuidado, a paso lento, no quería que alguna turbulencia me tomara por sorpresa y que ocurriera un accidente. La lentitud de mi andar me permitió darme cuenta que los asientos de las diferentes filas estaban ocupados por hombres, ninguna mujer venía abordo; la sorpresa que esto me causó se incrementó al ver la mirada de algunos pasajeros al verme, incredulidad y asombro pude ver en sus ojos. Pensé que probablemente el vuelo era exclusivo para varones, pero casi de inmediato descarté la hipótesis, primero porque ese tipo de viajes homogéneos no han sido implementados por ninguna aerolínea que conozca y, segundo, porque no recibí ninguna advertencia al comprar mi boleto, ni al abordar, mucho menos durante el tiempo que habíamos volado. Seguramente no es otra cosa que una coincidencia, fue mi pensamiento final. Fui al baño, comí y decidí tomar una siesta para que el cambio de horario no fuera tan agresivo.

El aterrizaje pasó sin ningún tipo de contratiempo, conforme el avión descendía, en mi crecían las ganas de volver a la vieja morada para reencontrarme con la gente que amo. Claro que aún me faltaba un paso más: la aduana. Ese protocolo siempre me ha parecido bastante frustrante: esperar en una fila interminable que avanza muy de vez en cuando, con el único fin de contestar unas cuantas preguntas para hacerse acreedor a un sello, pero ni hablar. ¿Qué otra cosa podía hacer más que esperar? Afortunadamente la fila avanzó rápidamente, en un abrir y cerrar de ojos era mi turno; mientras el encargado revisaba mis papeles yo eché una mirada a mí alrededor y descubrí la misma constante: ni una sola mujer en la enorme sala. El sonido del sello y el comentario del agente de aduanas regresó mi atención de nuevo al trámite. «Qué valiente es, cuídese mucho», me dijo. Naturalmente, sus palabras terminaron por encender mis alarmas, me dirigí a la salida con un montón de pensamientos en la cabeza, lo único que quería en ese momento era encontrarme con mi amiga, seguramente ella aclararía mis dudas y me explicaría qué era lo que estaba pasando.

En el último mensaje acordamos vernos en la salida número veinte. Llegué lo más rápido que pude pues, según el reloj del aeropuerto, ya tenía quince minutos de retraso. No obstante, grande fue mi sorpresa al llegar y no encontrarla, la esperé diez, quince, treinta minutos, jamás llegó; saqué mi celular en busca de algún mensaje que explicara su ausencia, no encontré nada y me pareció bastante extraño, durante nuestra última llamada la noté muy entusiasmada con mi llegada y sobre todo con nuestro encuentro. Traté de apaciguar mi paranoia y el caos reinante en mi cabeza convenciéndome de que seguramente algún imprevisto o contratiempo —cosa común en esta ciudad— alejaron a mi amiga del aeropuerto.

Hacía ya varias décadas que no ponía un pie en esa gigante urbe, por lo que no sabía cuál era la mejor forma de dirigirme a mi casa. Me acerqué al estante de taxis y pedí que me llevaran. El encargado fue muy amable, pero en su rostro se encarnaba la misma mirada de los pasajeros del avión.

El viaje en aquel viejo carro amarillo fue una experiencia terrible, al principio traté de conversar con el chófer, pero no recibí más que respuestas vacías, enmarcadas por un tono de voz que me hizo darme cuenta que el hombre estaba molesto de que estuviera a bordo de su auto. No hice mayor intento por congeniar con él, preferí ver por la ventana. De inmediato, quedé sorprendida por el cambio tan drástico que sufrió la ciudad durante mi ausencia, de la urbe que conocí no quedaba prácticamente nada. De pronto mis ojos coincidieron con los del conductor que, mediante el retrovisor, dirigía su mirada por todo mi cuerpo; esto fue el colmo de la incomodidad, le pedí de una forma bastante alterada que se detuviera, sin embargo, al no recibir respuesta alguna, creí que no lo haría, un montón de imágenes atravesaron mi cabeza y el miedo se apoderó de mí, grité lo más fuerte que pude y supongo que esto lo aterró pues se detuvo unos metros más adelante.

Afortunadamente, estaba a unas cuadras de casa. El taxi se detuvo justo en la esquina del parque en el que solía pasear al perro. Decidí que lo mejor que podía hacer para relajarme era caminar un poco, mi alterada condición no era la mejor forma de reencontrarme con mi familia, les causaría una gran impresión. En definitiva, ese parque esconde una magia muy especial, pues al cabo de un rato de andar por sus jardines me sentía mejor.

Seguí caminando y de repente a lo lejos pude distinguir una silueta encorvada que me pareció bastante familiar; pensé que tal vez se trataba de don José, pero no podía ser, a su lado no iba su inseparable compañera. Continúe andando. Mientras, avanzaba la silueta, se hacía más y más clara. Quedé atónita al confirmar mi primera impresión: era don José. Al quedar de frente ambos nos miramos y tras unos minutos él me reconoció; me preguntó dónde me había metido, a qué me dedicaba y todo lo que necesitaba saber para ponerse al tanto tras tantos años de no saber de mí.  Cuando fue mi turno de preguntar, sólo pensaba en una cosa: ¿dónde estaba doña Asunción? Así que se lo pregunté, recibí una respuesta que me dejó en un limbo, se limitó a decir: «ya vendrá». No obstante, algo cambio en él: su sonrisa, su energía y su vitalidad ya no estaban. Nos despedimos y tomé rumbo a casa.

Me costó mucho dar con mi edificio o, mejor dicho, me costó mucho trabajo reconocerlo, yo tenía una imagen que no coincidía con el numero veintiocho de esa calle. Lo recordaba limpio, lleno de vida y con una organización envidiable y ahora todo estaba sucio, lúgubre y en desorden. Subí las viejas escaleras y, a diferencia de años atrás, no encontré a vecino alguno. Me costaba mucho hacerme a la idea de que mi edificio tan encantador fuera el mismo que me daba la bienvenida. Por suerte, mi casa se encontraba en el tercer piso, no tuve que ver más.

Toqué a la puerta y tras unos minutos mi padre abrió. Ver su sonrisa y sentir su caluroso abrazo fue lo mejor de un día lleno de caos.

—¿Por qué no me dijiste que venías? —preguntó—. Hubiera ido a recogerte, ya no es buena idea andar por ahí tú sola.

No contesté, el comportamiento de la gente con la que coincidí me lo dejó muy claro.

—¿Dónde están madre y mi hermana? —pregunté.

—Ya vendrán —contestó.

Otra vez la misma respuesta, no entendía nada. ¿Qué era lo que estaba pasando? Parecía como si de un momento a otro todas las mujeres hubieran desaparecido y nadie tuviera idea de dónde estaban.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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