Miraba su biblioteca tan lejana, sentía como si estuviera atrapado en un matrimonio que se separaba poco a poco, y mientras que su pareja real le intentaba motivar para que se volviera a sentar en su sillón y leyera cualquier libro, se perdiera en el mundo intelectual y no volviera hasta sentirse extasiado, Rubén sabía que no era tan sencillo volver a leer otro libro. Ahora era ingeniero logístico y administrador de claves y movimientos de carácter expositivo, se encargaba de la encriptación de los documentos requeridos para la exportación e importación de contenedores, su tarea más importante era expedir los pedimentos y los documentos oficiales de departamento aduanal, además de cumplir con los tiempos de cita, cruce y asignación de las cargas y descargas de autopartes; tuvo que aceptar ese empleo después de pasar más de un año buscando uno en el que encajaba. Su sueño de toda la vida era ser actor de teatro, de joven no salía de fiesta para poder ensayar diálogos, llegó a presentarse en más de 20 ciudades, después de muchos intentos logró un protagónico que lo llevó a aparecer en periódicos, y hasta fue nombrado «La gran promesa del teatro» en 2019 por la academia nacional de teatro y cine, y cuando sentía que la vida por fin le tendía la mano para llevarlo a alcanzar sus sueños, cuando sentía que por fin su vida adquiría un propósito, ya nadie lo volvió a llamar. Aquel teléfono que no paraba de vibrar para ofrecerle papeles, quedó en silencio. «Ya no eres tan joven», le dijo su padrino y mentor. Cada vez los trabajos llegaban con periodos más largos de tiempo, y al final, su último trabajo fue como un personaje secundario del que hasta él olvidó el nombre. 

Su novia, Erica, la conoció cuando aún estaba en la cima de su carrera, lo acompañó cuando cayó de manera inentendible y lo soportaba cuando daba sus rabietas al quejarse de no tener ni una sola oportunidad de «remontar el vuelo»; vivían juntos en un departamento dentro de un complejo habitacional de origen sindical social, contaban con cuarto, cocina y baño, un patio diminuto donde colgar la ropa, y una ventana en la sala que mostraba el resto de casas iguales a la suya y la carretera a la ciudad de México, Rubén la miraba cuando volvía del trabajo y se imaginaba andando por ella hasta el teatro Aguilera, donde participó por primera vez, se imaginó a sí mismo sin comer, sin beber y sin descansar, haciendo todo lo que fuera posible para volver a capturar la atención de los directores y del público. Sólo quería un papel más, pero en vez de poder aspirar a ello, se encontraba atado a un empleo que odiaba, uno en el que se tenía que memorizar cientos de miles de números, donde el estrés era el común de cada día, donde el más rápido se quedaba con las mejores plazas y los mejores tráileres para transportar sus contenedores, y los más lentos tenían que soportar los gritos de sus clientes extranjeros por llamada e inventar nuevas excusas del porque sus cargas no llegaban a tiempo.

Un día, de esos en los que nadie desea regresar, amaneció lloviendo, Erica lavó la ropa la noche anterior y la dejó secándose, porque Rubén tardó en pagar la factura del agua y se las re-conectaron hasta la tarde; mientras que ella corría para recogerla y pensaba en cómo secar las camisas, él buscaba por todos lados unos pantalones que no tuvieran manchas de cloro, agujeros o algún otro desperfecto, ya que el licenciado Jan Lastiri se presentaría para realizar una auditoría a toda la oficina. Salió el hombre con una camisa ligeramente arrugada, un pantalón con una mancha de comida en la pierna derecha y la corbata descosida que usaba sólo cuando no tenía ni una más. Una vez en su cubículo, olvidó que debía llegar antes, ya que había una conferencia con los clientes de Connection Placefully, y en ella tocarían todos los temas que Rubén no quería tocar, como el porqué llegaban tan tarde los contenedores a las citas, porque no podían pagar más tráileres o porqué desaparecían contenedores en zonas que recomendaban no pasar, pero que los gringos insistían porque eran caminos más directos. Después de una hora y media de gritos en inglés y preguntas que no se podían resolver, más que con un «trabajaremos en eso», Rubén se recargó en su asiento y sacó su teléfono para intentar distraerse, Erika le había preguntado si se encontraba bien y él contestó con un emoji de carita enojada, antes de poder escribirle bien como se sentía, lo llamaron a la sala de juntas, ahí se encontraba el mismísimo Jan Lastiri, Javier Puente, el contador Leocadio, los ingenieros Norberto y Roberto, y su jefe Pablo García, todos con documentos frente a ellos, el único que parecía que no sabía a qué iba era Rubén. Le dijeron lo que ya intuía, que su rendimiento en la cuenta había bajado, que requerían de un plan de acción inmediato para poder mantener un estatus y los intereses del cliente, y parte de ese plan de acción era algo que, para el dramaturgo frustrado, era inevitable. Para las 12 de la tarde, Rubén caminaba de regreso a su casa, sin su identificación de la empresa y su orgullo por los suelos. Le dijeron de todo, cada uno leyó sus reportes y en cada hoja estaba su nombre junto con una cualidad que demeritaba su imagen; Jan Lastiri se concentró en el empeño que le tenía a su imagen y la comparó con la manera en la que se organizaba en tiempos; Leocadio habló de lo mal que dejaba las distribuciones fiscales y lo horrible que era trabajar con él, porque parecía que no quería que la empresa le cobrará al cliente, Javier Puente y el ingeniero Norberto se enfocaron más en lo antipático que se mostraba, en lo cohibido que era con el resto de sus compañeros, mientras que el ingeniero Roberto y Pablo García atacaron más su poca tolerancia a los fracasos. Cada palabra que le dijeron rebotó en su mente cómo lo harían martillazos en medio de la noche, molestos, imponentes y desesperantes. 

Al llegar a su casa no había nadie, pensó que su esposa habría ido a comprar algo en la tienda, le intentó llamar pero su teléfono no tenía saldo, y cuando por fin consiguió conectarse al internet de su casa y avisarle lo que había pasado, recibió un mensaje larguísimo de Erika, le decía que estaba cansada de verlo enojado, se sentía la responsable de hacerlo feliz y eso ya la tenía hastiada, se había ido con su madre unos días para pensar si estar con él valía la pena, y le comentó que la buscara únicamente cuando decidiera cambiar y dejara de ver el lado negativo de la vida. 

Se quedó solo, completamente abandonado en sus pensamientos pesimistas y trágicos, sabía que el dinero que había en su tarjeta no le duraría ni un mes, que su finiquito llegaría en tres meses, y que hasta el más mínimo milagro de encontrar otro trabajo tardaría tiempo. Se quedó completamente solo, y el silencio se volvía más y más asfixiante. «Ni siquiera puedes ser un buen asalariado», se dijo a sí mismo intentando detener el llanto que emergía de su garganta.

Impulsado por huir de todo aquello se dirigió a su cuarto y se sentó en la cama, intentaba callar las voces que le repetían lo inútil que era, las mismas palabras con las que se lo habían humillado en su trabajo, e intentando distraerse de todo, vio un libro de lomo amarillento y viejo, lo sacó del librero que Erika y él habían construido. Se trataba del primer libro que había comprado cuando tenía 10 años: un compilado de chistes, que en realidad no eran tan graciosos, pero que cuando era niño, era como leer y descubrir el origen de la risa; lo abrió en una página al azar y leyó:

«Dicen que la vida te da limones, yo tengo que comprarlos, pero no los envidio, porque, daría mucha hueva beber todos los días limonada».

Era un chiste soso, incluso hasta malo. Aquel día Rubén río de manera sincera por primera vez en mucho tiempo, fue la mejor risa que haya disfrutado jamás.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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