Alejandro Renero. 'El mole'. 2020. Ilustración digital para publicación.

Hoy por la tarde, mi familia y yo nos sentamos a comer mi platillo favorito de todos los tiempos: mole con pollo y arroz. Claro, el mole con pollo es rico, pero lo que aumenta —¿o debería decir disminuye?— su sabor es el arroz, blanco de preferencia y tortillas bien calientitas. Aparte de los que ya vivimos en esta casa nos acompañaban mi abuelo Javier, mi abuela Ceno y mi tía Ale.

Yo disfrutaba de mi platillo y supe que el sabor había surtido efecto cuando sin pensarlo pregunté: «¿de dónde será el mole?». Me gusta preguntar cosas cuando mis abuelos comen con nosotros, porque sabes que una simple pizca de sabor a la mesa del diálogo es suficiente para tener una buena plática que, muchas veces, termina en debate, o peor aún, con mi abuelo yéndose porque se le acabaron los argumentos contra la fría severidad de mi padre. «Seguramente de Oaxaca, ¿o de Puebla? No sé, pero definitivamente no es receta de mi mamá», respondió mi abuelo. Él tiene casi 80 años. Pertenece a la generación de quienes vinieron a habitar las periferias de la Ciudad de México cuando eran jóvenes, desde otros estados de la república, en este caso, desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; y también de quienes todo su gusto culinario recae en su madre. Por ejemplo, tengo un recuerdo de cuando era niño y mi abuelito, en una de sus tantas «crudas» por el alcoholismo —su alcoholismo—, le pidió a mi abuelita de desayunar huevos con epazote como se los hacía su mamá. No recuerdo mi reacción ante aquel platillo, pero ahora que lo pienso creo que, si mi mamá preparara aquella combinación digna de una resaca, sería muy… pero muy contraproducente para cualquier estómago.

A medida que avanzaba la comida, la conversación tomaba un rumbo casi magnético llamado: coranavirus. En mi universidad suspendieron las clases recién iniciada la semana y, por prevención, no podremos volver a clases hasta el 30 de abril. Consecuencia de esto, toda esta semana me la he pasado encerrado en casa. Peor que cuando uno está deprimido y no quiere salir ni porque pasa el señor de los esquites o algún otro antojito «móvil» por tu calle. Con la excepción de que una noche salí a caminar porque ya no aguantaba ni un segundo más la dura silla donde hago tarea. Caminaba de noche por la avenida principal de la colonia, la cual está llena de antojitos. Estos, en su mayoría, sedentarios: tiendas de abarrotes, puestos de tacos, una que otra farmacia abierta y, si eres niño y corres con suerte, un señor que vende algodón de azúcar y manzanas cubiertas de caramelo. Comúnmente la avenida es muy transitada y llena de luz. Esa noche no fue la excepción. Yo me sorprendí con un tono de horror al ver tanta normalidad —¿es que no saben que hay una pandemia o qué onda? Mira a esa señora comiéndose su gordita, guácala—. Me regresé en seguida a mi casa y, aunque me dolieran las pompis, podía dar unas cuantas vueltas a mi cuarto de cuatro por tres.

La anécdota la puse sobre la mesa y después les conté que una amiga me había dicho que ella había salido ese mismo día, pero a otra parte de la ciudad, casi contraria a mi colonia: Reforma. Obvio digo casi refiriéndome a las gigantes torres de corporativos, restaurantes y de más, que tiene la avenida más cara de la ciudad. Pues ahí, por muy contrastante que sea la realidad, también puedes encontrar esquites móviles. Mi amiga me contó que el sitio estaba casi desértico, sin movimiento. Supongo que la mayoría de esas corporaciones dio órdenes de prevención haciendo home office. Mi tía trabaja en uno de esos tantos y se queda en casa desde el lunes, pero todos los días trabaja y trabaja.

Entonces, ¿por qué parecía que la noticia mundial no había llegado a mi Smallville?  Me preguntaba mientras pasaba mi tortilla por el plato, recogiendo lo que quedaba de mole. La respuesta llegó más rápido de lo que terminaba mi último taco. «Pues porque la mayoría de la gente de este tipo de colonias vive al día y necesita seguir vendiendo para poder mantenerse. Cosa que no les sucede a la Roma y a esos lugares», dijo mamá. Era cierto, la gente de aquí se preocupa más por su economía que por su salud. Y me preocupe más al saber que había gente consumiendo, yendo y viniendo con total normalidad y despreocupación. «A eso se le llama inconsciencia», contestó, tajante como siempre, mi papá.

Y bueno, el tiempo avanza y junto con él la expectativa del saber cómo evolucionará el virus en las semanas siguientes y que medidas tendremos que tomar. Por lo mientras, entre las más populares destacan la higiene: lavarse las manos con agua y con jabón casi-casi cuando acabamos de tocar alguna cosa «sospechosa», limpiar bien las superficies de la casa y de los objetos, pero sobre todo no saludar de beso ni abrazo, entre otras muchas que he escuchado. A todas estas yo agregaría amarrarse bien el estómago de la comida y antojitos, sedentarios o nómadas, que nos hacen caer en la tentación y que son, para algunos, mejor que dar besos sabor a infección. Para eso está el chocolate le diría mi abuelito a mi tía si la viera besando a su novio afuera de su casa.  

Hoy comí mole y dormiré con la convicción de que eso será lo más rico que voy a probar por lo menos de aquí a que acabe la cuarentena. Así es que, buen provecho si aún están a tiempo de comer lo que más les gusta.

Ah, casi lo olvido. Mi abuela nunca le preparó los huevos con epazote a mi abuelo, quien hasta la fecha no los ha vuelto a probar desde que era niño y vivía en Chiapas. Creo que hay cuarentenas que duran para siempre.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

Suscríbete

NEWSLTTER