[1]
Del otro lado de la calle se encontraba parada Carmen Pereira, el amor platónico rubio de Tomás ‘el mulato’: una niña cinco años mayor y con más dinero en el bolsillo. Así que Tomás intentó salir de su casa para enseñarle a todos los perros que él ahora tenía, aunque eso le costaría mucho más de lo que pensaba.
Tomás llamó a todos los perros para poder enseñárselos a Carmen, pero el único que respondería bien sería Babieca, mientras que el resto comenzó a convertirse en bestias. Los ojos empezaron a ponérseles de color rubí, y de los dientes les empezó a chorrear espuma blanca. Comenzaron a atacar a Babieca, y al ver esto, Tomás decidió separarlos, otra vez. Pero esta vez, sería diferente. Para cuando intentó calmarlos a todos, Babieca no era más que un recuerdo que los perros se llevaron, e intentando controlarlos, les golpeó con todo lo que tuviera a la mano. Esto no le gustó para nada a los canes, que se abalanzaron sobre él, uno a uno a Tomás se comían, dedo por dedo, palmo por palmo, y todo esto frente a Carmen, hasta que no quedó nada de él. Y en la esquina de aquella calle, los perros se encontraban comiéndose entre ellos, tras haberse devorado a Tomás Muñoz.
[2]
En un barrio tenebroso, deprimente y agrietado, vivía un joven ni tan alto, ni tan bajo, ni tan rubio, pero no tan castaño, con unos ojos brillantes como las gotas lluvia. Tomás contaba con un lustro y un año, para cuando sintió lástima de un perro que vio en la calle chillando, un perro que era más un esqueleto andante, con el pelaje color ceniza y era más pulgas que perro. Su compasión se iluminó y quiso ayudar a todos los perros de la calle a que dejarán de sufrir… tanto.
Una vez que lo llevó a casa, se dispuso a bañarlo, lo alimentó y lo llevó al veterinario. Tomás decidió entonces quedárselo y hacerlo su mascota. Unos días después, Tomás llevó a pasear a su nuevo perro por el parque, y en ese mismo lugar, una pandilla de jóvenes se encontraba despojando a un niño de sus pertenencias, mientras lo señalaban con un cuchillo, y en la esquina de ese parque, se encontraba un policía, así que Tomás decidió llamarle por lo que estaba pasando para que pudiera detener a los ladrones. Sin embargo, el policía terminó golpeando con su cachiporra de cuero al pobre Tomás.
—¿Por qué lo hizo, oficial? —preguntó Tomás.
—¡Porque se me dio la gana! —respondió el oficial.
En ese momento, el ahora llamado Babieca se fue a distraer un rato al parque en lo que su dueño se recuperaba de la golpiza que le había dado el oficial.
El niño a duras penas podía caminar, pero en un rato más se pudo levantar, mientras tanto su perro, que de paseo se encontraba, alcanzó a ver a un perro y a su séquito tratando de cazar a un gato que en un árbol se encontraba, pero al ver qué no podían treparlo, uno de ellos decidió morder a uno de sus compañeros.
Los perros eran negros, moteados con blanco, y no se podía decir otra cosa más que estaban hambrientos desde hace un tanto. Cuando el primero mordió a su compañero, otro perro le mordió a él, y así sucesivamente, mientras todos se devoraban entre sí. Al ver dicho espectáculo, a Babieca no le quedó otra cosa más que huir de aquel festival de mordidas, y decidió volver con Tomás, mientras este se levantaba.
Del otro lado de la ciudad, decenas de perros eran golpeados en casa, azotados con látigos de cuero, rociados con pulpa de limón, privados del líquido de la vida o directamente, expulsados de su casa. Ante esto, la policía se convirtió en control animal, y se dedicó a recoger a cada uno de los perros que se encontraban sufriendo, y todos fueron llevados a un santuario para perros. Sin embargo, el horror para ellos apenas empezaría, porque ahí mismo, todos los perros irían contagiándose de rabia, y así terminaron babeando espuma, con los ojos color rojo sangre, y con más ganas de atacar que de comer. Eran dóciles con los cuidadores y entre ellos, pero no duraría para siempre, porque ahora buscaban venganza.
Cuando Tomás y su perro llegaron a casa, esta estaba vacía, su madre estaba trabajando en un buró y su padre en una mina, y en su oportunidad de ocio, decidió ver las noticias, agotado por el paseo de hace rato, y ahí descubrió la existencia de una nueva perrera y descubrió a los perros que ahí estaban.
—Si pude salvar a uno, puedo salvar a más —pensó Tomás.
Así que fue ahí y pidió todos los perros que allí residían.
—Es casi imposible adoptarlos a todos —respondió un guardia.
Cabizbajo, Tomás decidió regresar a su casa. Y mientras Tomás ya avanzaba dos calles, los perros del Palacio para Perros empezaron a revelarse contra los humanos. Empezaron a ladrar frenéticamente y mordisqueaban todo lo que estuviera a su paso. El alboroto era tal, que cuando los guardias intentaron calmarlo todo, terminaron siendo un bocadillo para perros. Después de eso, todos los perros escaparon sólo para ir con Tomás a disfrutar de una nueva vida. Los perros consiguieron dar con él, y felizmente, Tomás se los llevó a su casa.
Ya estando ahí, Tomás los empezaría a alimentar, les daría agua y empezaría a jugar con ellos, pero de repente, en el patio de su casa, un pajarito comenzaría a cantar para su gusto, pero a uno de los perros no le gustó eso y se empezó a alborotar, fue al patio e intentó cazar al pájaro. Otro de los perros le siguió y en un descuido, se terminaron mordiendo.
Todos los perros se empezaron a alertar, ya se había acabado el orden, así que Tomás fue por un rollo de periódico e intentó separar a los dos molestos perros, y en eso, uno de ellos le termina mordiendo la mano, dejándole una marca de sangre y un tatuaje de sus colmillos. Tomás, sin embargo, le perdonó al ver que dejaron de pelar.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.