Hablé sólo una vez con Felguérez. Fue durante la inauguración de una exposición del Taller de Gráfica Bordes en el Museo Nacional de la Estampa. La conversación duró poco.
—Maestro, ¿cree que Pilar me acepte en su taller?
—Pregúntale a Paul. Él la conoce mejor —me dijo.
—¿Y si me dice que no?
—Sin curiosidad, no se existe —remató sonriendo.
Con su voz esfumada, aquella vez dio unas palmaditas a mi espalda y siguió caminando a pasos atemporales, siniestros. Casi como el viento cuando mueve los árboles de una mañana en el campo y todo tiene otro tiempo. Aquel que permite admirar el vaivén de las hojas. Me había dado él una lección con cinco palabras y yo no me había dado cuenta sino hasta ahora que han pasado los años y miro en retrospectiva.
Aquel día lo vi muy de cerca firmar autógrafos, posar para fotografías incontables, reír sin prisas, hablar de memorias, recuerdo. A su lado, pude apreciar el modo en como observaba la realidad y la vivía con suma nobleza, con una calidez rara, demasiado humana y amable. Lo había visto ya sobrellevar los innumerables elogios de gente que, como yo, se le acercaba sin saber que preguntarle, que decirle, como extender su mano para no molestarlo. Siempre es complicado tener las palabras exactas. Siempre es un lienzo en blanco, cual reto, al que uno se enfrenta, quería expresarle. Pero no pude. Seguí capturando fotografías para lograr extender un episodio que parecía ser bastante superfluo y que no lo fue en absoluto.
Hoy, sin embargo, al despertar con la noticia de su partida todo se ha tornado silencioso en la casa. El día sabe a lluvia, huelo la tierra mojada aún sabiendo que no ha llovido en varias semanas. Es una sensación extraña, hay grises en el cielo, entre olvido y melancolía; añoranza y libertad. Felguérez fue para el arte esa luz que permite detenerse, sorprenderse, representarse, encontrarse en el terror de una línea que no sabíamos que allí estaba. Sus obras, desde las esculturas a las pinturas, retratan esa oscuridad de algo, quizás de la vida. Los sólidos que se hacen líquidos, las líneas que son relieves, pero también puertas y ventanas, las manchas que parecen ser producto de la suerte, la aleatoriedad capturada: el caos, con sus formas dispersas, que en sus manos encontró cierto orden. Recuerdo la primera vez que entreví uno de sus cuadros. Lloro precisamente como aquella tarde, con una sonrisa y con nada en la mente. Descubrimientos así son el mejor regalo, la mayor evocación de lo existente. Sigue siendo todavía un enigma en mi quehacer. Me quedaré con las ganas de visitar su taller como habíamos planeado.
Siempre podemos hablar de lo tanto que significa Manuel Felguérez. Sus premios, sus frases, hasta el modo en como tomaba su bastón y las charlas que ha dado. Todo eso está documentado. Pero, ¿y aquello que despertó en el alma? ¿Cuántos creadores emergieron a partir de un atisbo suyo? Felguérez es todo un maestro. Alguien que acompaña al aprendiz en sus luchas e ideas. Aunque sólo conversamos una vez de forma muy escueta, los diálogos entre sus obras y los maravillosos paralelismos que a veces suceden fueron una clase permanente, clave en lo que hacemos. Hay un cariño oculto en todo ello, y sea quizás la razón por la que suspiro a la vez que secó mis lágrimas. Es ese el poder del arte, supongo.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.