Gerardo Buendía.
Sin título. 2022. Fotografía digital.

Lo sacaron de la camioneta y le arrastraron hasta un árbol de tamarindo. Ya le habían dicho los otros policías ministeriales que no se durmiera en el turno de noche, y menos con la puerta sin seguro.

—Ahora sí, a ver si con esto ya nos pelan, nos voltean a ver o por lo menos les damos lástima —dijo la mujer que parecía enarbolar la procesión.

Isidro Escobar seguía encandilado por las luces de las antorchas, la lumbre de aquellas mujeres inmolando a la noche oscura. Una incluso traía un machete, lo tallaba en el pavimento de la calle y con cada ir y venir Isidro sentía que se le paraba el corazón.

—¡Yo no hice nada, señoras!, por Dios santísimo que yo no hice nada. 

—Ese es el problema, hijo de la chingada, que no hicieron nada —mencionó una de ellas, flaca y desgastada—. Nunca buscaron a mi sobrina.

Isidro no sabía de quien hablaban. Y tenía difícil adivinarlo, pues ya iban más de treinta chamacas muertas en el municipio. Todas abandonadas en aquellos cañales verdes, donde la tierra ya estaba roja de tanta muerta.

—Vente, Rocío, vente que esto lo tienes que hacer tú —dijo la mujer, quien ya más bien parecía una Columbia, al sostener en alto aquella antorcha iluminada.

Le llevaron, casi arrastrando, hasta donde estaba una mujer todavía más demacrada y reducida, cabizbaja y ya casi la imagen de un alma en pena.

—Si tú nos dices, lo quemamos, pero nos lo tienes que pedir tú, porque era tu hija —dijo la comandante.

Isidro, saliendo de la confusión y comprendiendo la situación, vio que el camino al infierno tenía la forma de una garrafa de gasolina.

El reducto de mujer, alma penante y marchita, observó a Isidro, al ministerial, al burócrata, al gobierno. Y fue entonces cuando pronunció aquellas palabras que el hombre jamás habría de olvidar, ni cuando caminase más allá de los confines de la eternidad.

—A ese déjenlo que se vaya.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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