Suena el despertador como cada madrugada: a las 4:30 en punto. Abrir los ojos y sentirlos sumergidos en la noche me crea un conflicto: entre el saber que aún no amanece y el querer que sea un sueño. ¿Cómo es posible que ante la ausencia de luz ya pretendamos nombrar, a esas alturas de la madrugada, «día»? Inmediatamente pienso que inició el día, que mi día comienza, aunque no haya un sólo espacio iluminado rodeándome. No lo comprendo, quizá será que el día se ha apropiado del significado de la rutina y la rutina en cambio ahora se mide temporalmente. De este modo, el día sería una acción y la rutina un reloj. Aún es incierto.
Lo que sí sé —cavilo mientras me alisto para salir de casa— es que el día (o la rutina) para mí comienza a las 4:30, para algunas personas unas cuantas horas después y para otras con turnos nocturnos, su rutina (o su día) aún no ha terminado.
Usualmente tengo una rutina prefijada: subo al vagón del tren, en la estación cuyo nombre jamás recuerdo debo tomar la correspondencia del cambio de línea cuidándome de no pasarla —pues distraerme implicaría perder diez valiosos minutos y, por tanto, la pérdida de mi bono de puntualidad, ¡vaya infortunio!—. Enseguida, salgo del vagón, subo las escaleras hacia la avenida principal, camino diecisiete minutos exactos y al fin, checo mi entrada. A partir de este momento hago una pausa en mi día de ocho horas, a veces nueve, y salgo. Este intermedio, una vez finalizado, me da la sensación de poner mi mente en reversa para hacer todo de nuevo y sí, casi todo vuelve a mí, con excepción de mis horas invertidas y el día —¿o la rutina?— que se cobra de mi vida.
Cuando llego a casa, me invade el momento más significativo, mi respiro, mi calma, mi alivio y todo ejemplo de serenidad por el disponer de la oportunidad de darme un baño, tomar un vaso con agua y llevarlo conmigo para sentarme frente al escritorio que da hacia la ventana. Por fortuna y una vez realizado lo anterior, dispongo del tiempo para observar el atardecer cuando el silencio y yo somos intrínsecamente una y la misma cosa. Observar los mismos colores del alba al iniciar el día y al terminarlo tiene un vago secreto que gradualmente se me revela; hay un momento entre el amanecer y el atardecer en que es posible viajar en el tiempo. Hace unas horas al perderme a mí misma observando el cielo volví hasta mis años tempranos.
Recordé que —como todo infante con personalidad curiosa— a los siete años doblé mi torso para ver el cielo, por decirlo, «de cabeza». Desconozco si es una sensación compartida, pero recuerdo sentir que caía hacia el vacío, aunque estuviera sujeta al piso y de haberlo hecho, habría caído hacia arriba y no hacia abajo. ¿Cómo podría una caída ser una elevación hacia la nada?
Si hoy ya entradas mis dos décadas cumplidas hiciera lo mismo que hace unos años, seguramente la misma sensación de caída prevalecería. Pero, lo haría diferente, el voltear al cielo y preguntarme si mis caídas no eran tan ficticias después de todo, y es que, aunque se siente como dirigirse a la nada pese a que hay algo que la recubre, sé que el universo está ahí con su rasgo infinito y que por tanto el infinito existe; también sé que lo que nos ata es su opuesto: vivir sujetos a la muerte, el ser-para-la-muerte según Heidegger; que todo inicio conlleva un final, en suma, el ser finitos y no poder hacer nada al respecto. Siempre es la molesta finitud que entra en conflicto con la certidumbre y en cambio se casa con lo no visto, lo no vivido, lo desconocido. No había notado que la nada y la finitud en ocasiones apuntan a la misma dirección.
La finitud nos obliga a encontrar el sentido del vivir al día. Hace énfasis en que por más que nos esforcemos por ir en contra de una vida tan corta, la pretendida infinitud humana sigue siendo una pequeña parte contenida en el Todo. Porque la historia también muere y las generaciones se desconocen con el transcurrir de los años. El infinito está allá, es la caída hacia arriba que se mantiene en la tierra porque observamos con deseo lo que no podemos conocer. La finitud está aquí, somos nosotros, es la caída ilusoria.
«Mis caídas no son tan ficticias después de todo» —repetí con recelo mientras mantenía la mirada fija en el cielo—, porque la finitud provee certezas cuando lo infinito, al contrario, no es más que una constante duda. Es normal y admisible consentir verdades cuando aceptamos nuestra pequeñez, nuestro diminuto espacio en el universo, la insignificancia en principio irremediable que fluye dentro de nosotros cual mixtura con la sangre y en menor cantidad, con la seguridad de existir, de estar aquí y ahora y no allá y después.
Existir… Todo se trata del milagro de la existencia para los teólogos o de las cadenas causales para los fatalistas. Nadie puede afirmar que lo que se desconoce no existe porque tan sólo el presupuesto de su existencia le da vida —aunque no deje de ser un presupuesto—. Deseamos hasta el cansancio lo desconocido —o quizá lo no conocido—, como los doctos de la revolución científica que mantenían la mirada arriba intentando desprenderse de su mortal existencia, trajeron el infinito a la Tierra cuando se vio a sí mismo arder en las llamas de la finitud.
Lo que llena la sensación de vacío, la caída libre hacia la nada (o hacia arriba) es la mortalidad protectora, la muerte que nos abraza con su manto de ilusiones a corto plazo. Y al final, mientras sigo observando el cielo desde la ventana pensando en el vacío y en la lucha dialéctica entre la finitud y la infinitud, la insondable respuesta a la pregunta: «¿qué se sentirá ser inmortal?», llega con sus estrépitos balbuceos.
Debo cenar algo, acostarme y conciliar el sueño porque mañana me levanto temprano, pero quién diría que el infinito ha estado siempre aquí como signo de la finitud encarnado en la duda humana. Quién diría que la pregunta no es si existe el infinito sino por qué hay un momento en que respiraremos por última vez.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.