Paola Pedroza.
Sin título. 2020. Fotografía digital.

Prendes un incienso, se termina la canción y abres otra botella de vino. Qué sensación tan familiar y escenario tan marchito. Riendo abrazados como si la historia nunca tuviera final, haciendo una pausa para mirarte y pensar: «que paz, ojalá me quede por siempre aquí con mi mejor amigo del pasado». Ahí era vivaz. Lo recuerdo, lo recuerdo porque soy una artista. Los artistas tienen que prestar atención a cada detalle, a los colores, a la energía, si no, ¿cómo plasmarían las emociones en aquello que tanto nos gusta? Es una maldición. Yo tengo la mía: tengo tu olor, tu sillón sucio, la luz de la luna por la ventana, el espejo roto del que nunca te deshiciste, el rosa y el rojo.  

Te agarras el cabello, te pones la falda verde y el collar que te protege. Te paras fuera de la puerta sabiendo que al otro lado solo está el final. Nunca había sentido realmente lo que era dejar el corazón del otro lado. Aun así, entré a decir adiós con una sonrisa a la única persona que podía reconocer cuando la fingía. Ya nada era cálido. Luz blanca, diciembre, alcohol barato en el aire y dos metros de distancia. Una pequeña plática, pretendiendo que no sabemos las palabras que se vienen.  Creí que sería una conversación, más bien fue un monólogo. Lo único que quedó, fue en mi cara el color que solía ser tuyo después de dos largas horas de tanto llorar.  

1, 2, 3, 4 meses y los fantasmas aún aparecen. En donde menos lo esperas te atormentan: en el trabajo, de regreso de la terapia, a la mitad de una noche con amigos, en Saturno o en los sueños. Sé que eres un fantasma porque me mataste, pero te mataste a ti también. Y entre fantasmas nos reconocemos. No era mi intención acecharte por toda la eternidad, pero fue tu culpa por planear mi funeral.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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