Gerardo Buendía.
Sin título. 2019. Fotografía digital.

Arrinconado entre un millón de cajas, apareció un pequeño zapato según mi padre, el primer par de tachos de fútbol que compró cuando era niño. Mi madre inmediatamente quiso tirarlo a la basura como usualmente se hace para cosas que se encuentran «tiradas» por ahí.  

Indiferente ante la situación, de quien sabe dónde me llegó una inesperada y profunda nostalgia no de mi niñez, de la cual no recuerdo mucho, quien sabe porque, sino de lo que el fútbol significo para mí.  

Nunca fui un crack, pero siempre disciplinado llegué a ser medianamente bueno. Nunca supe del impacto de entrenar 17 años todos los días tendría en mi vida; me daría cuenta hasta 17 años después.  

Los juegos, los amigos, las experiencias, las mil y un canchas recorridas, de las cuales recuerdo algunas y he olvidado la mayoría, el haber pisado el estadio Azteca y Ciudad Universitaria, los entrenamientos extenuantes, las cascaritas bajo la lluvia, las muy explosivas correcciones de mi padre según el las cuales a pesar de los  años jamás se volvieron rutinarias, los entrenamientos de 8:00 a.m. a 3:00 p.m., la  maldita prueba de Cooper, las charlas entre amigos sentados sobre una especie de  cimbras de madera apoyadas sobre botes de pintura nuestro vestidor donde una  lata de atún y unas galletas eran suficiente excusa para quedarse un rato a platicar  de cualquier obviedad, simplemente para estar «con la banda». Como olvidar las bromas, el olor a tierra mojada, a pasto recién cortado, aquellos nervios antes de cada partido que invadían tu cuerpo como si de una droga se tratase, cuando, literalmente, me chingué la rodilla, cuando me dieron «cepillo» de alguna prueba y cómo olvidar, por supuesto, el día que decidí dejar de intentar ser futbolista profesional…  

El amargo sabor de la frustración, del «hubiera».  

No llegué muy lejos, eso es verdad, de caso contrario no estaría estudiando arquitectura, sin embargo, no puedo más que agradecerle al fútbol con un nudo en la garganta por darme tanto y por haberle regresado tan poco. Le debo más a él que él a mí. Me dio amigos, alguna que otra novia, carácter y algunas buenas historias que valdría la pena contar. Gran parte de lo que soy el día de hoy se lo debo al fútbol.  

Aunque el fútbol ya no es tan habitual en mi vida, muy de vez en cuando me ansia jugar un rato con los amigos, ya no para demostrar nada, pues no hay porqué. Y lo poco que queda está guardado aquí, conmigo.  

De manera totalmente paralela y antagónica, también puedo decir que lo mejor que me pudo haber pasado, fue dejar de jugar fútbol. Vaya paradoja.  

Esta atrancada puerta me dejo ante un virgen porvenir, lo que contra todo pronóstico se volvería la mejor etapa de mi vida… pero eso es otra historia.  

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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