Carolina Navarrete.
Sin título. 2023. Fotografía digital.

Viajo dos horas de camino al trabajo. Mientras recorro calles llenas de personas trabajadoras no puedo evitar prestar especial atención a sus rostros, algunos amables, otros sin expresión alguna, otros incluso más dormidos que despiertos; a leguas se ve que algunos van de la cama al trabajo, y otros recién bañados, sus cabellos peinados y acomodados y aún oliendo a jabón de perfume. Mi cabeza rápido se incendia de cuestiones: ¿es esto lo que debemos ser? ¿Es esto todo por lo cual estamos aquí? ¿Qué propósito tiene hacer esto todos los días? ¿Por qué hacer esto le da sentido a nuestra existencia? Yo recuerdo que de pequeño dije a mis padres que quería cantar en los camiones. Después mejor no, mejor quería vender pepitas de calabaza tostadas a los pasajeros. Después eso ya no, ahora quería ser panadero y/o pastelero. Finalmente terminé siendo cocinero. 

Mi día comienza en punto de las cinco de la mañana, aún el sol está oculto y hace frío cuando salgo a la calle para tomar el transporte que me lleva directo al trabajo. En vano he tratado de hablar con el patrón para un aumento. Cuando decidí ejercer el noble oficio de la cocina fue muy tarde para recoger mis sueños olvidados de infancia. Ojalá hubiese decidido vender pepitas de calabaza tostadas, en ese caso no tendría que despertar tan temprano ni viajar tanto ni tener un horario fijo; en su lugar decidí estudiar una licenciatura que concluí pero que por motivos económicos no pude titular; así que es como si nada hubiese sucedido. Cuando llego a las entrevistas de trabajo y mencionó mi licenciatura y todos mis conocimientos adquiridos le cambia la cara al entrevistador, quien rápidamente responde, exponiendo lo bajo del sueldo y haciendo especial mención que es lo más que pueden llegar a ofrecer, con o sin estudio, con o sin conocimiento, dejando a mi criterio el aceptar o declinar la oferta. 

Las especias, las verduras, las carnes, los pescados son mi pan de cada día. Cocino triste para corazones alegres. A veces pienso que es por eso que cuando vas a un restaurante en la mayoría de los casos te duele el estómago. Todos lo atribuyen a «comer mucho» o «muy rápido», pero yo estoy seguro que no es eso, es el alma de los que preparamos alimentos que trabajamos con horarios excesivos, con ambientes pésimos de trabajo, con jornadas extenuantes, con sueldos por el piso, sin prestaciones de ley, sin seguro médico, sin ánimo ni corazón a cómo debería ser. Hacemos lo que debemos hacer y no lo que queremos hacer y eso es lo que llega a los estómagos de los comensales.

Viajo dos horas de camino al trabajo. Mientras recorro calles llenas de personas trabajadoras no puedo evitar pensar en cuántos casos hay por ahí regados, aislados, sin ser escuchados. El corazón se me encoge mientras busco caras conocidas en el transporte para sentirme seguro. ¡Esta maldita inseguridad que no disminuye! Cuando subo al transporte siempre reviso las caras en la penumbra. Es un ritual tonto, pero reconocer a alguien, al menos de los desconocidos con los que diario viajo, me hace sentir un poco en confianza. Es cómo llegar a casa y que alguien te espere. ¿Esto es lo que soñé de niño? Me siento cansado y con sueño, cierro los ojos un minuto para darle continuidad a mi cansancio.

Finalmente son las siete de la mañana en punto, cruzo la calle a zancadas y entro a la cocina que siempre me recibe pulcra, limpia y lista para un extenuante día. Enciendo las luces. Abro la toma del gas. Me coloco la filipina, el mandil y afilo mi cuchillo preferido. Estamos listos para comenzar.


No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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