Gerardo Buendía.
Sin título. 2023. Fotografía digital.

Una de esas noches tranquilas de verano se me ocurrió acomodar mi cuarto, ya que el domingo vendría de visita mi tía —la hermana de mi mamá— y, según ella, quería que todo estuviese ordenado. Pantalones por aquí y allá, remeras que caían de la cajonera, calcetines esparcidos a lo largo de todo el piso, en fin, el lugar era un total desorden. 

Como en ese momento me encontraba sola, puse mi playlist favorita a todo volumen. Luego de elegir que prendas se irían al lavarropas, limpié el piso y lustré los mueble. Todo estaba quedando impecable, ni una sola pelusa de mi gato se divisaba ya sobre el acolchado. Cuando me predispuse a limpiar el velador, un reflejo en el espejo frente a mi llamó mi atención, se trataba de una enorme cosa que se hallaba de pie a mis espaldas y había entrado por mi ventana.   

La criatura se encontraba agitada y expulsaba de su aliento un hedor fétido. Me miraba con total apetencia, como si con sus ojos estuviese saboreando cada parte de mí. Cuando pude reaccionar y corrí en busca de ayuda, su enorme figura se abalanzó tirando todo su peso sobre mi espalda y dándome un golpe seco contra el espejo, para acabar en el suelo frio, luego lleno de cristales filosos; lo último que pudieron divisar mis ojos fue la oscuridad que poco a poco iba esparciéndose.

Se arrastraba y se sacudía enérgicamente, tomaba todos mis recuerdos amados enfriándolos, su risa se había transformado en mi peor pesadilla, huesos deformes se extendían a lo largo de su lánguida contextura. Cuando el pánico de una palabra o el dolor de un momento me golpeaba, él se asomaba poniendo mi piel de gallina, sus largas garras se clavaban en mi espalda, mi garganta se llenaba de miedos que él se encargaba de introducir uno a uno con su húmeda y asquerosa lengua. 

En mí crecía, como una infección de esas que conllevan mucho pus y llagas infecciosas. El espejo solía cortarme en los labios, ahí en donde se ubicaba la comisura que suele formar la sonrisa, sus huesos eran duros y arremetían contra mis costillas. Su voz, que se asemejaba a un chillido ensordecedor —de esos que se comparan al de las ratas— se metía en mis oídos, sin parar de comerme el cerebro. Cada mordisco significaba una nueva cicatriz. Arrancaba pedazos de mi piel devorándolos lentamente, mientras yo observaba las gotas de sangre caer en el piso como copos de nieve en pleno invierno. Arrancaba mis uñas, contándolas detenidamente. Los intestinos, al igual que el hígado, eran su almuerzo, mientras que el páncreas y los pulmones formaban parte de su merienda. 

Cada corte profundo en mi anatomía se sentía como un incipiente ardor, como aquel que te penetra en lo profundo de tu ser al despojarse de toda virginidad. El sonido ahogado que provenía de lo profundo de su garganta, al devorar la carne jugosa y aún tibia me producía cierto escozor. Un claro sonido hondo fue el del metal chocar contra mis ovarios y el ímpetu con que tiró de ellos para depositarlos en su boca ya pintada de rojo carmesí. Que maravilloso espectáculo era contemplar a través de mis ojos ciegos, el placer que aquella bestia de metro noventa parecía experimentar despedazándome. 

 

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

Suscríbete

NEWSLTTER