El mundo no parece un espacio que se comparte, no. El mundo parece tierra de todos y de nadie al mismo tiempo; parece que el sol sale cuando los ojos se abren y que la luna se esconde cuando estos se duermen; parece que el tiempo depende de nosotros, que tenemos el control y que en ocasiones lo regalamos, o lo perdemos. Cuando el amor inicia, el tiempo se detiene, y cuando el amor termina el tiempo se reinicia. Parece que el mundo, como el mismo sentimiento del amor, no es de todos ni para todos. Tan tuyo como mío y de todos.

Cuando dos enamorados deciden alejarse: duele, lastima, e incluso quema. El amor es el sentimiento que gobierna en este mundo, el nuestro, y así como existen repúblicas, existen tiranías. El amor se puede apiadar del cuerpo, pero también puede lastimarlo; no siente lástima, cariño o enojo por el otro, porque no está en su naturaleza hacerlo. Quien nació para ser amado, no se ama a sí mismo.

Desde hace tres semanas él vive en el más frío invierno que le haya tocado; los girasoles han decidido ya no sonreír y ya no vivir; la comida escasea, pero el fuego calienta y la soledad también abraza. En las mañanas desayuna con el recuerdo, y para la cena es el duelo quién cocina. Vive recordando a su vieja primavera; recuerda cómo el sol le hacía sonreír, cómo los girasoles que le veían siempre le seguían, cómo el tiempo se detenía para verlo bailar con ella, mientras el viento les cantaba. Tan perfectos en el pasado, pero tan dolorosos en el presente. El triste castigo de vivir en el pasado.

Desde hace tres semanas que el amor ya no vive con él ni para él. Desde hace tres semanas entiende que el invierno será tan eterno, como los recuerdos se lo permitan; que ni el sol, ni los girasoles se han marchado para siempre, simplemente que él no ha decidido salir a buscarlos. No han muerto, pero sí cambiado de estación; porque la primavera espera el tiempo que tarde el invierno en terminar.