Férreo, altivo y jadeante, embebido en una fiebre delirante, Abad se enraíza a un desierto áspero de aroma a soledad; crudo y agrio; acre y turbio.
Con endeble cruz invoca lo etéreo, invoca a su Dios. Una roca le sirve de soporte ante la batalla y sólo un aire inerte lo separa de su primera tentación: Soberbia se avecina a galope demoníaco y con agudo relinchar, que contrasta con su pelaje tan blanco como la misma santidad.
Detrás, a paso sereno, marcha hipnótica el primer paquidermo de la legión. Lleva encima a Lujuria vestida de seda, con perfume de frutas, cabello de trigo y sabor a caramelos de exquisito dulzor.
Por último, derramada sobre tres bestias penitentes del mismo pecado, Avaricia, pesada y soberana, tan brillante como pútrida, se presenta nimbada destilando gas fétido y derramando oro que se deshace en la arena, por momentos acuosa, por momentos de lava.
Así anda el peregrinar, el desfile lúgubre y grotesco que sólo es interrumpido por fantasmas amorfos y memorias vívidas, a veces tan tangibles que espinan y rasgan, a veces tan humeantes que ciegan y escapan.
Y al final, rendido ante la escena, el santo se hace lluvia, huesos y efluvio de tierra. Al final, redimido ante el deseo de culpa y su humana condición, es el santo quien se entrega a la tormenta, se funde con la arena y sucumbe a la implosión.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.