La hoja de plátano me recuerda a mi abuela. Un poco de masa, carne y salsa. Cuando la visito, es un deleite verla colocar en la vaporera los paquetitos envueltos uno por uno. Lo que más disfruto son los noventa minutos a espera de su platillo predilecto. Es en ese paso de la receta cuando la esencia del chile costeño, el ajo, la manteca y las anécdotas de su infancia flotan en la cocina.
En esa pequeña habitación de tres por tres mi abuela nos hace ver y sentir cientos de historias. Mi favorita —que sin mentir he escuchado ya más de diez veces—, es la historia de cómo mi abuelo y ella se conocieron.
Vivían en la misma calle, tan sólo a unos cuantos metros. En la colonia abundaban los charcos, había más de esos que casas. La de mi abuela y su familia tenía tan sólo tres habitaciones: uno para la cocina —indiscutible— otro para la recamara de sus padres y la última para los seis hermanos —y contando— que ya eran. La calle por supuesto no estaba pavimentada. El lugar era casi un pantano. Un paisaje gris y café, y más gris que café. Un lugar con senderos de lodo, rocas como bancas y baldíos como parques que representaba para los niños casi un paraíso.
Mi abuela tenía ocho años cuando conoció a quien luego sería su esposo. Se veían todos los días. Salían a jugar a los charcos, hacían castillos, pan, torres y murallas de lodo. Lanzaban la pelota o piedras en caso de que el niño riquillo no saliera a jugar. Creaban, con lo poco que había, avanzados medios de transporte, hechos con huacales y lazos. Sus juguetes les ayudaban a descubrir cuadras enteras del barrio. Se convirtieron en dueños de la calle, reyes de la colonia.
Se dieron ellos su primer beso en el parque improvisado de la esquina. Pasaron sus días de novios recorriendo en moto la ciudad. Mi abuela solía verlo jugar los partidos de la temporada en la cancha del municipio mientras chismeaba con sus amigas en las gradas. Y un día de esos, un día común, uno de esos en los que platicaban sentados debajo de un puente peatonal, recuerda mi abuela, él le propuso matrimonio.
Con el tiempo, la comunidad bautizó algunos lugares como puntos de encuentro. Estos espacios se convirtieron en sitios de convivencia por donde circulaban e incluso aún perduran personajes, anécdotas y aventuras; historias de amor, de familia, de tradiciones y costumbres, o como mi abuela dice, historias de vida, al fin y al cabo.
Construyeron un imaginario en torno al cual forjaron identidad y pertenencia con la colectividad vecinal y su territorio. Si bien su ciudad no gozaba de espacios equipados, la localidad se caracterizaba por ser permeable. Cualquier persona poseía la libertad de circular a través de ella, de pasar por sus calles, avenidas y puentes para llegar de un punto a otro. Aquello le daba la característica esencial de un espacio. La ciudad de mis abuelos era por completo un espacio público vital.
Cuando ellos eran niños, los automóviles del vecino no obstruían las banquetas y las madres no debían preocuparse por el flujo de carros en la calle. Para ir a un parque, no necesitaban recorrer kilómetros. Las casas disponían de un patio libre para los juegos y reuniones; no se exprimía cada centímetro cuadrado en rentabilidad.
La ciudad era distinta, menciona mi abuela, las personas eran distintas. Es triste decir que su historia no volverá a ocurrir, que ninguno de nosotros conoceremos al que podría convertirse en nuestro compañero de vida de ese modo.
[…]
¡Los tamales por fin están listos!
Mi abuela les grita a mis primos para que bajen a cenar. Cada uno está en una habitación y aunque pareciese que están solos, no es así. Todos tienen en sus manitas un aparato electrónico. La más grande habla con su novio —un chico que conoció a través de un grupo de alguna red social—; la llamada podría ser a larga distancia ya que presume ser de Argentina y tener su misma edad. Su hermano tiene cinco y juega con su tablet mientras hace ruiditos con su boca. Y mi prima la más pequeña, disfruta ver videos de como las niñas juegan a las muñecas, en lugar de jugar con las propias.
Pareciese ser ese un espacio en el que la indiferencia abunda y donde la cultura es puramente individualista, un espacio donde se debilitan la posibilidad de crear vínculos sociales y se propicia el deterioro y abandono.
Nos han diagnosticado el síndrome de impaciencia, le comento a mi abuela, un estado de ánimo que considera abominable el gasto del tiempo. Existen más de tres situaciones en nuestra vida diaria en las que sucede esto. Tal vez en un futuro, si eso incrementa, me digo, pronto los niños olvidarán como correr.
Buscamos un mundo opuesto al real. Preferimos el goce de espectáculos en los medios de comunicación masiva, el consumo de experiencias. Los intereses se encuentran unificados lo que conlleva a conforman identidades colectivas, basadas en el consumo como propósito mismo de su existencia.
[…]
Entretanto los niños bajan a cenar, mi abuela me cuenta que tienen planeado hacer un cuartito en la azotea para guardar las lavadoras. Me dice entusiasmada que le diseñe un centro de lavado, que no olvide las ventanas y cuide que le entre mucha luz y aire por las mañanas para que la ropa se seque.
Soy su arquitecta favorita, asevera dulcemente. Mi abuela —tan linda—, sólo conoce a dos arquitectos, y el primero no la ha visto desde que le firmó los planos de la casa para poder hacer el trámite del predial hace tanto.
Mirar hacia atrás, con cierta nostalgia, funciona, me dice. Funciona para observar lo que se hizo bien y lo que no. Sigue ella contándome como el lodo y los charcos formaron su personalidad. Pienso yo en la calidad que pudo proporcionar un espacio público así, en el testimonio de nuestros abuelos, en sus comportamientos, sus actitudes y sonrisas.
Quizás de la misma manera que observamos el resultado de los espacios de ocio, debería analizarse el comportamiento y dinámicas de los niños actuales. Quizá, debamos demostrar que el espacio público construye ciudadanía. Como los tamales de mi abuela, que son capaces de construir algo más.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.