Hay un momento en la vida de los enamorados en que la brisa se detiene para dar paso a un recuerdo inverosímil que más bien acontece en presente. En ese momento, quizás por accidente, sucede una historia tan profunda como vaga que penetra en la mente, en el corazón y en el tiempo. ¿Es acaso nuestro naufragio, el destino? Es en ese pequeño instante, tan etéreo, tan largo, tan ajetreado, en que nuestros ojos, particularmente inocentes, se cierran para por fin ver hacia adentro, y en ese umbral reconocerse, representarse; y por allí, en una esquina, encontrar esa parte faltante, en cuya penumbra depositamos usualmente todas nuestras dudas sobre el futuro.
Hay un momento en la vida de los enamorados en que los segundos se vuelven líquidos y viajan. ¿A dónde? Quizás nunca lo sabremos. Sólo van a otra parte, se extrapolan de nosotros. Es en ese momento cuando las palabras se agotan, ya no alcanzan para describir aquello que sentimos ni aquello que vemos tras bambalinas; cuando los llantos se secan y las flores vuelan sobre un cosmos herido, pero naturalmente incandescente. Hay un momento en que la noche vuelca su cuerpo sobre lo incierto, sobre nosotros, en que la memoria se sacude un instante, haciéndonos olvidar incluso nuestro nombre. Hay un momento en que los recuerdos se pierden, no importan, pues lo realmente relevante gira en torno a los minutos que aún no pasan, a la luz que aún no impacta en las mejillas, al clamor sosegado que aún no despiden dos manos encontradas. Hay un momento en la vida de los enamorados en que las almas pueblan la pérfida voz perdida en el paisaje. No el paisaje instantáneo. No la imagen capturada por la cámara, sino el sueño roto que comienza a reconfigurarse entretanto el tacto se extiende, como pétalos sobre un oleaje de paz.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.