Cuando moriste, la vida se me cayó. No podía pensar. No quería hacerlo, pues si lo hacía debería dejarte ir.
Cuando moriste, no entendía todo lo que estaba ocurriendo y sabes, no pude imaginar si quiera lo que estaba por vivir.
Cuando moriste, recuerdo bien, estaba a tu lado. Sostenía tu mano, te miré por última vez, sostener la mía; la sujetaste fuerte y en unos segundos simplemente la fuerza había dejado tu cuerpo y lo único que pude hacer fue tomarla con más fuerza y abrazarte, deseando nunca soltarte. Pensé que así al menos te tendría unos minutos más.
Lloré tanto que perdí la noción de tiempo y espacio por unos minutos, un médico me ayudó y me dio un poco de agua seguida de una pastilla, creo que sólo así logré entender un poco, era momento de avisarle a todas esas personas que ya en sus casas tenían la esperanza de recibir buenas noticias.
No sabía qué hacer, escribí un mensaje muy simple: «te necesito», y ese amigo estuvo ahí para mí, eran alrededor de las 2:15 am, estuvo escuchándome llorar amargamente y cuando sentí que no podría hacerlo, que me rendiría, oró por mí y por ti. Jamás podré olvidar ese acto de bondad.
Pasaron unos minutos y debía anunciarlo, no quería, pensaba que al decirlo a los demás todo tendría fuerza y debería aceptar que ya no estarías más aquí, que en algún momento no te vería de nuevo. Tomé el teléfono y llamé a papá, y sólo pude decir: «falleció». Con un nudo en la garganta le pedí viera que mamá estuviera tranquila y que las niñas estuvieran bien. Sabía les dolería tanto como a mí porque para mamá, ella era su niña.
Enseguida, llamé a mi hermano, con la calma que necesitaba dije que habías muerto, un silencio nos unió hasta que replicó diciendo que iría al hospital… que llegaría rápido, que nos veíamos pronto.
La noticia se esparció, unos llamaban a los otros y mi cabeza parecía estar en blanco. No sabía cómo actuar, llegó un médico y me pidió información que serviría para llenar tu acta de defunción, por si fuera poco, tenía que tener la calma para dar la información que me pedían.
Estuve nuevamente a tu lado, el médico dijo que me despidiera porque ya tenían que desocupar la cama. Qué ironía, mientras los familiares tenemos nuestro duelo por una pérdida; en el hospital sólo te piden seas rápido porque hay alguien más esperando por esa cama.
Cuando moriste, hasta el cielo lloró. Salí del área de urgencias y literal, estaba lloviendo. Fue una madrugada muy fría. El domingo más triste, no habría más fútbol porque habías jugado el todo por el todo, y en este partido no habías podido ganar. Sabía no te vería una última vez haciendo una de las cosas que más disfrutabas, porque esa maldita enfermedad acabo con tu fuerza, con tu cuerpo, con tu energía; pero nunca pudo acabar con tu entereza, con tu valentía, con tu amor por vivir, eso sí, nunca pudo arrancártelo. Porque hasta el último momento de lucidez tuviste una sonrisa y un «estoy bien» disfrazado para que no sufriera por ti.
Después de ti, después de esa noche, deseé verte una vez más, deseé me dieras una sonrisa más, un abrazo más. Deseé con toda el alma revivir esos días en los que estabas sana, deseé regresar el tiempo. Hoy, dos años después supe que, aunque nunca repetiría esos momentos, siempre te tendría en mi corazón, en mi vida, en mis risas, en mis triunfos y fracasos, en las incontables anécdotas, porque los seres a quienes amamos, son más que un cuerpo, son esencia, son amor, son energía, son momentos, canciones, lugares y hoy; sé que estás en todo lo bonito de este mundo, de esta vida.
Celebro tu vida y vivo en tu nombre, con amor, con ilusión y con mucho entusiasmo, como siempre lo hiciste.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.