Gerardo Buendía.
Sin título. 2021. Fotografía digital.

Ese reencuentro era el que más había temido de mi regreso. Volver al lugar que me vio crecer no era fácil, no era fácil porque ahora era una persona diferente y tal vez ya no encajaba en esa vida que decidí dejar atrás.

En fin, no era algo que pudiera evitar, las órdenes las da el jefe y yo sólo las sigo. Son cosas de adultos. Cuando llegué, fui directo a la planta de Atlacomulco, quería llegar de sorpresa y, de alguna forma, también quería retrasar el reencuentro con mis viejos amigos.

La verdad es que iba a evitar a toda costa que se enteraran de mi regreso, pero justo la persona que no quería ver, ni en pintura, sería uno de los invitados a mi «fiesta» de bienvenida que organizó mi hermana.

Esa noche sería una de las peores, pero, bueno, en ese momento tenía que trabajar. Entré a la planta, todo parecía normal. Cuando llegué, pedí ver al encargado del lugar, sin embargo, estaba en una junta. Entonces, mientras esperaba, fui a dar una vuelta.

Había algunas cosas que no me gustaban. Iba haciendo mis notas mentales sobre todo lo que tenía que corregir en los siguientes seis meses, y entonces sucedió lo peor que pudo suceder. 

Lo vi, se veía demasiado bien, bueno, supongo que todos nos vemos mejor con la edad, más si pasas de 15 a 23 años. En cambio, yo, acababa de bajar de un avión, sentía que me veía descuidada y a parte seguramente estaba pálida por los nervios.

El chico se acercó a mí, las manos comenzaron a sudarme, sentí que el corazón se me saldría del pecho.

—Pues, ocho años sí que te han cambiado —hice una pausa para verlo con detenimiento—. Te dejé siendo un niño, y ahora eres un hombre

—Bueno —sonrió—, no puedo decir lo mismo, te ves igual que cuando te fuiste, quizá con un par de arrugas más.

—Ja, ja, que chistoso. Yo no tengo arrugas —claro que tenía, y sí, yo no pude haber cambiado mucho, me fui con 22 años y ahora tenía 30. Lo único diferente en mí era la edad.

Sonrió.

—Bueno —hizo una pausa—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto?

—No es que tuviera ganas de volver, pero el trabajo me lo pide, vine a —estaba muy nerviosa, sentía que la voz se me entrecortaba—… checar que esta planta no tenga problemas y…

—Vienes a espiar —me interrumpió.

—No.

—Entonces, ¿cómo se llama eso que vienes a hacer?

—Verificar que se cumplan los lineamientos de… —no se me ocurría nada profesional con que ocultar mi espionaje—. Okay, si, vengo a espiar.

—Lo sabía —dijo, con un tono de superioridad.

—No has cambiado nada, sigues siendo el mismo adolescente de siempre.

—Sí, y tú la misma niña que quiere fingir madurez.

De pronto, sentí como si el tiempo no hubiera pasado, como si siguiéramos siendo los chicos que fuimos hace ocho años. No paraba de pensar en que ese niño me seguía volviendo loca. 

—¿Y tú qué haces aquí? ¿No deberías estar en la escuela? ¿Qué estás estudiando, por cierto?

—Estoy estudiando ingeniería…

—¡Ah, copión! —interrumpí de forma juguetona.

—¿Me dejas seguir? —respondió con una carcajada, y yo asentí—. Pues vengo aquí a trabajar, soy algo así como multiusos y me sirve para aprender un poco sobre las máquinas y esas cosas.

—Interesante que elegiste trabajar en la misma empresa que yo —vi un poco de incomodidad en su rostro—. En definitiva, eres un copión.

—Sabes porque lo estoy haciendo —respondió, serio.

—¿Por qué?

—Porque tenía la esperanza de que nos volviéramos a encontrar, lejos de aquí —se detuvo para analizar mi reacción—, pero mira, los azares del destino te han traído de regreso.

—No había razón de que me siguieras.

—Sí, si la había y lo sabes, te fuiste porque no querías afrontarlo.

Los recuerdos pueden ser armas, y los nuestros eran mi debilidad. Tenía razón, por eso me fui, por él, porque no quería lastimarlo, porque yo no podía seguir con lo nuestro.

—Lo que pasó fue hace años, además… —estiré mi mano y le mostré la sortija que traía en mi dedo anular. No se me ocurrió otra forma de hacer que se alejara, y esa era una buena excusa para no tener que dar explicaciones.

—¿Te vas a casar? —preguntó, dolido.

—En seis meses.

—¿Lo amas?

—Sí, claro que lo amo; si no, no me casaría.

—¿Más de lo que me amaste?

No, no más de lo que lo había amado, y es que no puedo creer cómo fui a enamorarme de un niño.

—Ingeniera Rodríguez. Un placer. Veo que ya conoció a parte de nuestro personal —el jefe llegó a rescatarme.

—Un placer, si, el señor Gómez y yo somos viejos amigos —dije mientras estiraba mi mano para estrechar la de él.

—Qué bueno, quizá pueda servirle de ayuda mientras está acompañándonos.

—Quizá.

—Bueno, sígame.

Seguí al encargado de la planta y mientras caminaba detrás de él, escuchando lo que sea que estuviera diciendo, no dejaba de pensar en el pasado, y como me había alcanzado demasiado rápido.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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