Gerardo Buendía.
Sin título. 2019. Fotografía digital.

Ella aún se arreglaba las pestañas cuando él cerró la puerta de su diminuta casa de soltero.

Arturo se encaminó a la avenida principal de aquella aborrecible y tristona ciudad, con pasos paradójicamente aflojerados y presionados por el trabajo. Llegó hasta cierto punto, y se detuvo a tomar el cotidiano y aburrido autobús de siempre.

En otra parte de la ciudad, Luisa se puso las botas de cuero que su hermano Alejandro le había regalado por su cumpleaños, hacía ya un mes. Una vez hecho esto, salió a la calle con la maleta en mano, lista para el viaje de su vida, un viaje del que no regresaría en al menos cinco años. Esperó en la calle a que llegara un taxi, el cual la llevaría al aeropuerto.

Arturo, mientras tanto, recargó su frente en la ventana del camión, y suspiró con cansancio. Cerró los ojos un instante, dispuesto a dormir, pero el arranque del transporte en conjunto con el jalón de su cuello, lo obligaron a mantenerse despierto por el resto del camino.

El taxi de Luisa tardó en aparecer. En la zona donde ella se había estado alojando no pasaban muchos transportes. Así que cuando vio el vehículo amarillo y negro, no dudó en subirse apresuradamente.

—Directo al aeropuerto —dijo ella al malhumorado conductor.

A Arturo jamás le había gustado el tráfico. Para él, los cláxones eran un constante martilleo en sus oídos y el smog una inevitable sensación de nauseas. Lamentablemente aquella mañana, los coches habían decidido unirse en una sinfonía para incrementar su odio hacia ese tráfico, hacia esa ciudad, hacia esa vida.

Luisa, al igual que Arturo, se encontraba atrapada en el tráfico. Movía la pierna de un lado al otro, y miraba constantemente el reloj, como si pudiera detener el tiempo con solo su mirada. Tenía que llegar pronto al aeropuerto. Era muy tarde.

Harto del embotellamiento, él se bajó del autobús y empezó a correr por las calles, llenando sus pulmones de partículas de ciudad.

Faltaban dos calles para el destino de Luisa. No tenía sentido no caminar y saltarse los molestos coches. Así que ella descendió del automóvil, no sin antes pagarle al conductor. Llevaba una extraña ligereza en el cuerpo, pero no le importó, y avanzó.

Arturo llegó a la calle Rosas, donde los autos tenían el siga. Calculó que serían aproximadamente unos sesenta segundos los que tendría que esperar.

Luisa tocó Rosas con sus delicados y gráciles pasos.

El tiempo pareció ralentizarse. Sus miradas, así como sus caminos se enlazaron. Él posó sus ojos verdes sobre los cafés de ella. Eso ocurrió en el segundo número 5 de la cuenta del semáforo.

Diez segundos y ellos no habían apartado la mirada aún.

Segundo quince. Los cabellos de Luisa revoloteaban con cada coche que pasaba frente a ella. Arturo los observaba, totalmente embelesado.

Segundo veinte, ella miró la curvatura de los labios del joven, deseando poder rozarlos con los suyos.

Medio minuto. Arturo se fijó en la imperfecta silueta de Luisa. Sin embargo, por alguna curiosa razón, poco le importó.

A los tres cuartos de minuto, Luisa notó lo esbelto y fornido que era aquel muchacho, y se avergonzó de sí misma. Bajó por fin la mirada, pero todavía sentía la mirada del chico sobre ella.

Al segundo 50, sus miradas volvieron a cruzarse, y una sonrisa se atisbó en el rostro de Luisa.

Segundo 52, Arturo le devolvió el gesto, a lo que ella respondió con un sonrojo.

Segundo 55, él sintió como su cara ardía.

Segundo 59, sus cerebros se encontraban más que idiotizados debido a la otredad.

En el segundo 60, para ellos fue poco notable la luz roja del semáforo. Fueron las otras personas que tocaban Rosas con sus zapatos los que les hicieron volver a la realidad, su realidad.

Ambos despegaron la mirada y cruzaron uno al lado del otro sin voltear a verse. El contexto y el mundo no se los permitió. Ella iba al aeropuerto, a iniciar una nueva vida. Él, iba simplemente a ese abyecto trabajo, con aquél pérfido jefe y aquella sosa rutina.

Siguieron avanzando hacia sus destinos, creyendo que esa perdición de 60 segundos estaba ya en el vertedero de su mente.

Mas la vida da vueltas inesperadas.

Justo cuando Luisa llegó a las puertas del aeropuerto, se hizo totalmente consciente de la sensación de ligereza en su cuerpo. Y supo, con certeza, que había dejado la maleta en el taxi.

Apretó los dientes, y trató de buscar el taxi con la vista. Sin embargo, suerte no tuvo. Pensó que tal vez este seguía atorado en el tráfico, en algún lugar cercano.

Sin dudarlo, echó a correr.

Arturo entró a las oficinas de la empresa en donde trabajaba, y cruzó los pasillos y escaleras hasta llegar a la cochera, que era donde guardaban todos los taxis. Tomó asiento en el único que había. No había más, puesto que apenas era cambio de turno.

Al voltear a ver la parte trasera del auto, notó que había una maleta rosa. De seguro se le había olvidado a algún cliente. Con curiosidad, la abrió y vio que se hallaba entre las prendas femeninas, el pasaporte de Luisa Pedraza. Abrió los ojos de par en par al ver la foto de aquella chica que se había encontrado en el crucero.

Sin dudarlo, arrancó el coche y fue directo al aeropuerto.

Luisa buscó desesperadamente un taxi parecido al que se había subido, pero no lo encontró… Hasta que llegó a Rosas.

Los autos estaban detenidos debido a la luz roja. Y entre esos autos, se encontraba uno idéntico al que buscaba. Corrió hacia este, y sin dudarlo, tocó la ventanilla del conductor.

Arturo dio un respingo ante los golpecitos en la ventana, pero nada lo dejó tan paralizado y perplejo como cuando vio el rostro de ella. De Luisa. De su amor de sesenta segundos.

Luisa contuvo el aliento cuando el conductor bajó la ventanilla y dejó ver, tan claro como el agua, sus ojos verdes.

Arturo nunca supo si fue la sorpresa del momento o su enorme estupidez lo que le llevó a decir:

 —¿Luisa?

 La chica tragó saliva y asintió con la cabeza. Miró en la parte trasera del vehículo y vio su maleta

 —Al aeropuerto —le indicó ella, a lo que él abrió los seguros del auto y la dejó entrar en el asiento del copiloto.

Ambos en el coche.

Silencio.

La luz verde del semáforo.

Ambos avanzaron hacia su destino.

Hacia su respectivo destino.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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