Tic, toc, tic, toc… era el incesante sonido del gran reloj que se erguía imponente en la sala de Júpiter, quien no quitaba sus ojos del péndulo que oscilaba de un lado a otro cumpliendo su labor. Júpiter estaba claramente aburrida por haber sido dejada en la casa de su tía Luna. Siempre tan grande y aburrido aquel solitario lugar, aunque no era un mal completo ciertamente Júpiter solía divagar constantemente en su propia imaginación y hoy no fue la excepción. Estando perdida viendo el reloj, su cabeza de repente chocó de golpe con semejante armatoste y la visión de la chica se nubló sin más.
«Tic…Toc…Tic…Toc…», oía Júpiter, aunque esta vez no parecía ser el sonido aquel reloj viejo del cual no podía separar la mirada. Apenas lo que parecían haber sido momentos atrás, parecía una voz de alguien viejo, pero tan joven a la vez, así miró a los lados y no parecía estar rodeada de nadie ni de nada en general. Era un vacío sin fin y de nuevo lo escucho.
«Tic…Toc…Tic…Toc… Ya era hora de que despertases, ¿no lo crees, Júpiter?». «¿Uh? ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?», preguntó la niña quien se mostraba confundida por lo que pasaba. Y entonces todo pareció cobrar sentido. En un parpadeo, Júpiter ahora se encontraba en una larga y extensa habitación que no parecía tener fin: tapizada de relojes, miles de millones ellos, desde pequeños relojes de arena a grandes estructuras colosales similares al Big Ben.
Y en medio de todos los aparatos estaba él, un hombre con una barba blanca como la nieve, marcada con experiencia y sabiduría, pero corta y recién afeitada, con un rostro alegre y carismático. Era la perfecta unión de la juventud y la vejez. Y así, con una sonora voz metálica, exclamó con ímpetu: «es una sorpresa tenerte aquí, Júpiter, aunque era cuestión de tiempo que llegases». «¿Quién es usted?», preguntó la niña. «¿No me reconoces, Júpiter? Siempre he estado ahí y siempre lo estaré, acabaré y volveré a empezar, mi querida Júpiter, soy el Tiempo mismo, o bueno, muchos también me llaman ‘Padre tiempo’».
«¿Por qué estoy aquí?», -preguntó después de haber observado por varios minutos al Tiempo. «Bueno, se te acabó tu tiempo», dijo con tristeza el hombre de blancas barbas. «¿Que? No entiendo». «Pues sí, así es. Tu reloj parece haberse detenido… los relojeros están alarmados porque no pueden hacer que siga corriendo». «Pero, ¿qué pasará conmigo, señor Tiempo? No entiendo. ¿Por qué no me deja ya volver con mi mamá? ¡Estar aquí es muy aburrido!».
«Va en contra de las reglas hacer que un reloj siga andando cuando ya dio su último ‘toc’». Buscó explicar el Tiempo a la niña, quien parecía más desesperada a cada segundo que pasaba.
«Señor Tiempo, no entiendo», exclamó la niña haciendo rabieta. «Ya me quiero ir, quiero ir con mi mami. ¿Por qué es tan malo, señor Tiempo?»
«Pequeña Júpiter, yo no soy malo, tampoco soy enemigo de nadie, siempre dicen eso, aunque yo sólo estoy para servir», explicaba el Tiempo cuando de repente otro tic-toc se escuchó en la habitación. «Bueno… bueno, parece que tu reloj volvió a andar… aún así espero que la próxima vez que nos veamos estés más preparada, Júpiter».
«Usted es raro», dijo la pequeña Júpiter, antes de que todo se volviera borroso. Abriendo sus ojitos, Júpiter estaba acostada en una cama a la mitad de una extraña habitación blanca. Aún más confundida que antes, la niña volteo a los lados para ver ahí a su mamá, quien, con repentinas lágrimas en los ojos, corrió a envolverla en un abrazo.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.