Gerardo Buendía y Uriel Ramos.
Promocional para 14FEB de 135MAG. 2021. Ilustración digital.

[1]

Estaba ella preparándose un sándwich de mermelada, cuando sonó su teléfono celular con ese clásico tono. Era la notificación de un mensaje de texto. En realidad, era un mensaje muy corto, apenas un: «ojalá podamos vernos cuando acabe todo esto». Sin emojis. Sin comas. Ella lo había leído de reojo, entretanto pensaba si era buena idea prepararse otro té de menta o si era mejor comenzar con su tarea de cálculo integral. No le tomó demasiada importancia. De cualquier forma, esos eran sus cinco minutos… De calma los únicos cinco—. Y no permitiría que algo tan vacuo la interrumpiera. Así que degustó su sándwich finalmente, mientras miraba la televisión y se preguntaba si acaso debía peinarse para su próxima clase online.

Terminó su sándwich de hecho, más rápido de lo que previó y sin mucho drama. Al hacerlo, se dio cuenta que la programación ciertamente no le fascinaba, como tampoco había hecho el pan tostado por el que esperó un largo rato. Había cambiado de canal ya tantas veces que sus cinco minutos pasaron de la calma a la tragedia. Sólo había visto anuncios comerciales. Gente sonriendo. Marcas glamorosas. No comprendía ella esa sensación que tenía al ver todo eso: entre hartazgo y arrepentimiento. Quizás hubiera preferido disfrutar su merienda acompañada de un viaje sonoro, pero, al pensarlo, sólo caviló en que habría tardado más en elegir una buena canción acorde al momento.

Más por inercia que por ganas, después de todo, abrió aquel mensaje de texto. Casi como si el destino quisiera jugarle una treta pasajera. Por un instante, se miró ella en el reflejo de la pantalla, sin reconocerse totalmente. Por fin apagó los comerciales y decidió recostar su cabeza en el sofá, recargando sus pies en la mesa de centro. No quería responder aquel mensaje. No quería, mejor dicho, pensar en todas las posibilidades que aquello desataba. Aún continuó fluyendo solamente, con las manos sosteniendo aquel teléfono frio. Y quizás influenciada por esa espesa aura que le sucedía, ella escribió en la interfaz de la pantalla: «si, estaría bien. Ojalá que se pueda».

No pasaron más de dos minutos para que ese mensaje tuviera de vuelta una respuesta: «sería mejor vernos pronto, quizás antes». Aunque ahora con una serie de emojis extraños, enamoradizos y vagos. Ella continuó de todos modos en lo suyo, entre risas inocentes e inconexos recuerdos. Recogía su plato, su vaso, y acomodaba su escenario, delante del cual se sentaría un par de horas. Continuó sin darle mucha importancia a aquel suceso. Aún debía peinarse y cambiarse la blusa. Se habría manchado de mermelada mientras miraba a la nada y no tenía el valor aún para tomarlo a la ligera.

Debieron pasar cerca de cuatro minutos —el tiempo preciso para limpiar su escritorio y vestirse con un suéter gris que encontró casualmente— para cuando tomó ella el teléfono celular de nuevo. Esta vez algo caliente. Tan sólo quería ver ella la hora, saber si iba tarde como usualmente a sus clases. Sin embargo, en la interfaz había otro mensaje no leído. En realidad, había más, pero sólo leyó aquel tan subversivo. Algo simple, en sustancia. Apenas un: «podría ir a tu casa…», un poco confuso. 

De inmediato, ella escribió que no había necesidad de un encuentro. Y, sin quererlo, profundizó para sus adentros en eso que había enviado. Quizás habría sido algo apresurado, tosco o grosero, meditó por un rato. De cualquier forma, aquel pensamiento se detuvo tras leer lo que prosiguió de aquella reflexión tan somera. «Es sólo que me gustaría conocerte. Nos conocemos sólo virtualmente…». Y, en ese momento, ella aguantó la respiración, para luego soltar un suspiro de miedo… por el futuro, por el presente, por esa realidad que hasta ese momento sólo se tecleaba o se anunciaba secretamente.

Luego de unos segundos, decidió que no entraría a su clase de cálculo. No quería ver el rostro lejano de aquel joven, quién le enviaba mensajes y le hacía llamadas para saber cómo estaba. 

 

[2]

«No has entrado a clase, ¿todo bien?», escribió él por mensaje de texto. No encontró una respuesta inmediata. Por un instante, se detuvo él a pensar en todas las posibilidades, y también en todo eso que habían pasado ellos desde la digital presencia enamorada. Realmente su clase le importaba poco, rumiaba, sobre todo si no podría ver el rostro de ella; sobre todo si no podía él ver su sonrisa, misma que se tejía cuando hacían bromas distantes o hablaban en tono cursi, como dos entes ininteligiblemente brillantes que se pierden en lo oscuro.

Procuró él no abrumarla con más preguntas. Al fin y al cabo, pensó que tal vez el internet tenía fallos, y no quería cometer un error que pudiera causar dudas o enojos. Pensó en eso durante unos segundos, y luego decidió retirarse de la clase. Después de todo, podría justificarse por la misma causa, y utilizar el tiempo para viajar con esa escueta construcción de futuro que se estructuraba en su imaginación.

Aprovechó él el tiempo para planificar su siguiente paso, por supuesto. Meditó en que quizás podría ir a visitarla y sorprenderla: articular una remota maravilla, como en las películas, dónde los amantes se encuentran bajo un sol gozoso y se dejan llevar por la atmósfera espontánea. No dejó de cavilar en ello por un rato, más ilusionado que alegre. Recordó sin querer las charlas que habían tenido hasta entonces. Habían hablado ya de tantas cosas, tantas aventuras, y habían establecido una serie de confidencias que bien podrían también articular su lenguaje. Fue él a vestirse. Aunque no sabía bien qué ponerse. Quería causar una buena impresión, claro, pero tampoco quería provocar agobio ni causar sospechas de un plan premeditado.

Al colocarse la chamarra azul de pana, escuchó por fin la notificación de un mensaje. Recordó con ello su voz por llamada, la extrema suerte que él había tenido de concretar citas por Zoom, a veces tan fugitivas, a veces tan largas, tan llenas de incertidumbre, de intimidad. Así que, sin menor preámbulo, corrió a leer el mensaje. Era ella. Ciertamente era ella. Estaba bien, aunque no tanto para tomar la clase. Debió él creerle. Podía él creer todo lo que decía. Estaba enamorado, inseguro, con esa especie de mixtura nerviosa en su habla, cuya naturaleza aún transmitió en su siguiente mensaje: «…me gustaría verte. Es más, podría ir a tu casa». Lo dijo afligido, pero convencido. Y al decirlo, por primera vez asimiló que no la conocía. Es decir, si, habían hablado por teléfono, se habían desvelado tantas noches por videollamada. Pero, no sabía él sobre su estatura, su aroma. Tenía dudas sobre sus gestos, sobre los propios. Y, por un pequeño momento, pasó por su cabeza que podría actuar infantilmente cuando la viera cara a cara.

 

[3]

Tardó horas en pensar su respuesta. Y por más que deambulaba en su magín, nunca pudo ella elaborar una oración concisa. Realmente no quería que la visitaran. No quería, de hecho, establecer una relación con aquel joven. Había pasado con él momentos increíbles, y había, quizás, atravesado ese umbral catártico que todos atraviesan en la soledad del naufragio. 

 

[4]

«Voy en camino», escribió él. Aún sin salir de su casa. Cabía la posibilidad de que lo dijera de broma, o simplemente encausara la charla para asegurarse de que aquel sueño por fin sucediera. En realidad, quería eso. Aunque sabía bien que otros chicos también la buscaban. Quizás no era él el único con quien se desahogaba, con quien hablaba de sus miedos, de sus historias tristes o sus deseos. Quizás sólo era él un medio para observar ese universo, para hacerlo tangible…

 

[5]

«No quiero que vengas», escribió ella. «¿Puedo saber por qué?». «Creo que deberíamos hablar. La he pasado muy bien contigo, pero…».

 

[6]

«¿Vas a entrar mañana a la clase por Zoom?».

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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