Uriel Ramos.
Modo avión. 2022. Fotografía digital.

Sé que muchos me odian. Y sé que me lo he ganado.
Porque a veces abuso de ser radical         o simplemente no me entiendo.
He matado y he muerto, claro,                 pero, a veces sin recordarme
ni recordar a quien me ha hecho daño.
En realidad no sé si importa que lo diga.
Es decir, a veces paseo por la calle, insisto,                  como si nada,
y cuando la gente me habla yo no respondo.
(Pero, creo que está vez es diferente).
Sé que        eventualmente         actúo como un niño.
Sé también que habito un castillo de arena, quizá tontamente,
y sé que algunos me han hecho burla por ello.
Se han burlado de mi tamaño, por ejemplo,
o de que hablo más rápido de lo que puedo pensar una frase.
Han hecho chistes de mi herencia, por supuesto, y han hablado acaso de mi suerte
atrapada en una especie de nostalgia radioactiva.
Sé han burlado de cuando caigo, sin abrazar mi duelo, sin abrazar mi esperanza
y han deseado mi muerte, intensamente,
sólo por herir su ego con mi palabra descalza,
y sé bien que han hablado a mis espaldas                    de mis ideas,
y las han tachado de extrañas, subversivas, trágicas,
compuestas de objetos clandestinos
o que están rotas, 
o que son copias,
o que no sirven                         para la vida.
Sé que han repudiado mis poemas, sé que han odiado mis lamentos,
se han burlado de mi manera de ver las cosas, y de mi miedo por declamar un verso
que hable de la infancia sobre escombros de otros infiernos.
Me hacen burla ahora de qué sigo escribiendo, por ejemplo,                     y nunca he publicado un libro
o expuesto mi obra.
Me hacen preguntas sólo para intentar tener un chisme, una historia,
que los valide a ellos por un momento.                 Por un momento me usan.
Ah.
Pero, yo no miento. A mí eso no me importa ni me interesa.
Como no me interesan ya las batallas, la fama, los premios o las medallas.
A mi me interesa, por un lado, disfrutar el vaivén, y por el otro, crear lenguajes,
pensar cosas nuevas, o provocar en las viejas una nueva sombra
con la cual desmenuzar el mañana desde mi alcoba.
Porque para hablar de drogas, de sexo o de nuevas modas, ya hay mucha gente
sampleando las mismas rolas.
(O, quién sabe. Ja).
Claro, no soy una oveja blanca, también he pecado y tengo mis traumas,
aunque mi consuelo es ahora que nunca lo hice para sentirme más grande
sino para olvidar lo olvidado y no percibir que estaba muriendo
frente al amor de mi vida                                   mientras ella lloraba.
Quizá es mi codicia, al fin y al cabo: pensar que todo puede ser distinto.
Y enfrentar el futuro como si fuera posible.
Sé que muchos me critican por eso, y sé que muchos se han ido por eso.
Sé que otros me tildan de toy porque no hablo el lenguaje de la calle, según ellos,
porque uso palabras bizarras para comunicar lo que pienso.
Sé que se quejan porque ocupo expresiones de otras latitudes, de viejas tempestades.
Aunque también sé hablar con groserías y fábulas ficticias,             decir que he chingado
o he cogido, o me han hecho pendejo.                Entre tantas cosas.
Yo no creo que sea por ahí todo eso.
Me refiero a que el lenguaje de la calle es más bien la muerte y la tranza. Ja.
Pero, claro, ¿qué van a saber ellos?
Se sienten malandros por llegar con su billete de veinte a un punto
o por escuchar reggaeton en un antro recóndito                 mientras se mueven las luces
junto con sus recuerdos reunidos en la cima de un popper.
Y las cosas no son así de sencillas, porque en ese lugar al que van a bailar
ellos                   para sacarse el aroma a escritorio,
también se discute
sobre quien se ve a ganar la bala en su cumpleaños
y quien va a celebrarlo                        con un shot de Bacacho.
Y no es que yo exagere o que lo exclame, pero es que hay personas que no saben
lo que es ver morir a tu amigo a unos centímetros
o ver cómo el alma se esfuma en un segundo de un cuerpo
que siempre viste contigo, acompañándote.
Y por no hablar de los secuestros, las estafas, o los violadores, el hampa
y toda esa raza, que eso es lo que significa calle: mezcla de oportunidad y ultranza, insisto, cadáveres exquisitos decoran cadáveres reales,
y mientras en la casa uno siente el cobijo
otros se cobijan con cajas de cartón y rezan bajo
para que por lo menos consigan trabajo de lo que sea, pero que sea algo
que cure su hambre.
Y no hablemos de la herrumbre                        sobre los prostíbulos ilegales
ni de esas putas que me abrazaron cuando estaba perdido.
Porque la ciudad tiene todo eso:
ayer vi como tirotearon a un taxista, y ese mismo sicario luego me obsequió un abrazo
y una feria                   pa’ olvidarme               que mamá se había ido             con otro wey.
Por eso yo no quiero ser ejemplo para nadie.
A mi no me hace falta
que se aprendan mi nombre ni que me lean
debajo de todo lo demás.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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