Moisés Álvarez.
Sin título. 2018. Fotografía digital

Han pasado ya unos meses. Durante todo este tiempo no me atreví a escribirte, aunque claro que estás presente todas las horas. Sólo no lo hice. Ha sido difícil. En fin. Creo que lo sabes.

Como sea. El otro día recordé la noche en que fuimos al departamento de Moisés, en Coyoacán. La primera vez que nos vimos los tres. ¿Recuerdas? Aquella vez nos encontramos tarde. Según recuerdo, habíamos ido antes al Centro Histórico, aunque no sé a dónde exactamente. Creo que habíamos salido meditabundos a media noche de algún bar mundano y caminábamos hacia el Zócalo, entretanto charlábamos en torno a la oscuridad de la ciudad, sus latidos, a una serie de acontecimientos extraños entre los que estaba la marcha aquella por Ayotzinapa donde casi fuimos sometidos por los granaderos de no ser por la ayuda de otras personas. Seguimos hablando aquella noche de política, por supuesto, de lo malo que es el Poli, de las aventuras expresas en los cuarteles afanosos en Guerrero a donde fui a meterme, y de la vez que fuimos a tomar una caseta a la salida de Querétaro y terminamos en el Casco contando cantidades estratosféricas de dinero. Nuestras charlas siempre fueron tan caóticas, tan complejas. Todas nuestras dinámicas. Nos llenábamos los ojos de ilusión y de rebeldía, y éramos apenas unos niños. 18 años. Ah. El futuro era nuestro.

Esa fue la primera vez, luego de aquel semestre en 2014, en que nos vimos con más holgura, creo. ¿Fue así? ¿Recuerdas? Había pasado ya un año de ir de escuela en escuela… Las asambleas… El paro… Y quizá nos habíamos visto antes por casualidad en alguna cantina próxima a Bellas Artes donde hablamos de los presos políticos, pero no lo recuerdo. Siento no recordarlo. Apenas iba yo a entrar a arquitectura y tú seguías peleando por entrar en la Esmeralda. Ya habías hecho tu primer intento. Moisés creo que ya estaba en el teatro. Todo es muy confuso ahora.

En fin. Insisto, recordé ese día. Habíamos pasado la noche los tres abstrayendo algunas cosas: circunstancias en sí mismas, ahondamos en el lenguaje de cada uno. El tuyo, por supuesto, concentrado en la tensión y la contradicción, deseo. De eso hablaban tus pinturas y experimentos. Nuestro lenguaje, sin embargo, siempre fue por otro lado. El de Moisés ha sido siempre aventurado, crítico, mientras el mío quizá sólo es melancólico. Uh. Aquella noche comenzó todo como una charla sobre la vida moderna, recuerdo, seguíamos bebiendo cerveza y comiendo Doritos, y por alguna razón terminamos hablando del amor, de la nostalgia, del poder de la tristeza. Mezcla de cosas: entre añoranzas y discusiones sobre las conductas de la gente. Quizás hubo un interludio antes en el que desmenuzábamos la poligamia como un tema que dirige la personalidad de las sociedades, aunque no recuerdo habernos quedado allí por mucho tiempo. Es verdad que nos burlamos de todo varias veces. Creo que también conversamos sobre Gilles Lipovetsky, Yves Klein y Ennio Morricone, aunque de un modo vago. Extraña relación. ¿Por qué hablábamos de eso?

Ah. Aquella noche fue extraña per se, ¿sabes? Llegamos a un punto crítico. No por el alcohol. O quizás sí. Tampoco por los temas de los que hablamos, que fueron muchos. Creo que fue más bien por lo bohemio del asunto, lo profundo, lo extraordinario. Era un viernes.

Luego de un rato conversando, recuerdo, hubo una especie de distancia. Moisés estaba hablando por teléfono, tú enviabas notas de voz y yo escribía en mensaje de texto. Todos manifestábamos nuestro amor por alguien… Un tono ensimismado… En esta a veces tan ansiosa forma. Sin medir las consecuencias. Una de esas noches en que uno pierde el miedo por expresar lo que siente, así sea una llamada a media noche para decir: «te amo». No esperando ya respuesta, sólo comprensión. Que cliché moderno tan vacuo. Una frase que entonces adquirió otro carácter. O eso creímos. Un carácter, mejor dicho, bizarro. Habíamos encontrado la forma de liberarnos… Nos conocimos entonces fuera de todas esas ideas y bagajes. Por primera vez hablamos en presente y no éramos precisamente nosotros quienes ejecutábamos. Hablaban nuestras emociones. Curioso. ¿Cómo fue que terminamos aquel día así?

A la mañana siguiente sólo vagamos. Estábamos cansados. Aquella noche duró bastante, pero fue en todo caso también solitaria. Cualquier cosa. Nunca supe a qué hora nos dormimos ni a qué hora despertamos, o si desayunamos todos. Finalmente fuimos a Cuatro Caminos —no existía el nuevo CETRAM—. Y allí, sin más, tomamos nuestros rumbos sin decir algo. ¿Qué pasó aquel día? Hubo algo además de la rutina de calistenia en los vagones del metro. Uh. Las danzas pasajeras. No puedo decir que allí empezó todo, pero sí que allí se articuló nuestra frontera. Luego de allí vinieron las reuniones, no tan frecuentes, pero si poderosas, los movimientos. Ambos sabíamos lo complejo que era mantenerse cerca. Siempre fuimos tan transparentes y las críticas entre nosotros siempre fueron duras. Y es por ello que tomábamos distancia durante una gran parte del año. Y a pesar de eso continuamos. Nos reuníamos cada vez con más ahínco. Luego vinieron las fiestas clandestinas, las exposiciones, las visitas a museos, las huidas de la policía, las largas conversaciones en la Alameda, el podcast que nunca pudimos lanzar, entre otras tantas cosas. Suelo ir al Centro Histórico, pero ya no voy a los lugares dónde coincidíamos.

Me cuesta escribir últimamente. No sé a dónde va a parar la revista. Todos están allá afuera, pero nadie quiere detenerse para mirar atrás.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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