Uriel Ramos.
Productividad elegante. 2023. Fotografía digital.

«Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen», fueron algunas de las últimas palabras de Jesucristo, antes de que una lanza le desgarrara la piel y desacomodara sus costillas. La muerte del rabino no significa mucho para una extensa mayoría —en la cual me incluyo—. De hecho, sigo sin entender una muerte que, aparentemente, se ejecutó en nombre del perdón de los pecados. ¿Qué le cuesta al Gran Padre, simplemente, derramar un poco de su benevolencia sobre todos? ¿Qué te cuesta, Dios? ¿O acaso tu hijo fue un peón que sirvió, únicamente, para demostrar tu poder a través de él? Eso no solo es egocéntrico, también es cruel, Señor. Pero, volviendo al perdón de Jesús, ahora me pregunto: ¿de qué sirvió? Resignarse a la tiranía es, precisamente, el efecto que el tirano quiere generar en los súbditos. La incomodidad de no aceptar migajas no permite que nos enfrentemos a nosotros mismos; que aceptemos lo que estamos sintiendo; que le demos rienda suelta al rencor. Pero, claro, «¿cómo sentir rencor si el perdón es liberación, sanación, blah, blah, blah?», se preguntarían algunos sujetos posmodernos, súper-conscientes y espirituales, sin conocer el verdadero valor de la inconformidad y del reconocimiento de sí mismo. En lo personal, han sido incontables las veces en que, en mi vida, el perdón ha actuado como una castración; como una interrupción voluntaria de lo que siento.

Querido lector, ¿ha sentido, alguna vez, que debe despojarse de todo sentimiento negativo con relación a algo o alguien? ¿O que ha tenido que dejar pasar alguna situación porque, simplemente, es más cómodo y fácil para ambas partes? ¿En dónde te estás dejando, lector? No te dejes a un costado y no dejes que se estanque lo que sientes. Al perdón le hemos dado un valor inconmensurable, tal vez por lo difícil que es perdonar. Y lo hemos idealizado de una manera dañina con relación a esta dificultad. Por ende, se cree que aquel que perdona es valiente por adentrarse al mundo oscuro de la renuncia del orgullo. ¡¿Y cómo no va a ser difícil?! ¡Estamos manejando en contravía, intentando sentir algo totalmente opuesto a lo que nos exige la razón y el corazón! Ahora bien, dejar que fluya el rencor no significa desquitarse o cobrar venganza de todo aquel que ha despertado resentimiento en usted. Cuando Bertrand Russell habló sobre las cárceles y los presos, expresó que la indignación moral es crueldad —y no queremos ser igual de crueles que Dios, ¿o sí?—, y que el castigo vengativo es inútil. Como individuos racionales —a veces— no podemos dejar que la emocionalidad y el sentimentalismo nos inunden —¿o sí?— y se antepongan a la consciencia. Lo que sí nos debemos permitir es la restricción con respecto a aquello que despierte en nosotros la inquina. Esto es, a su vez, un reconocimiento del valor de sí mismo.

Los atropellos constantes no se pueden combatir con un espíritu pasivo y con flores. Tampoco se pueden recibir con las palmas abiertas pero llenas de sudor por el miedo que nos ahoga. Pero, el sistema… Ay, el sistema. A veces me aterra la manera en la que todo, a pesar de ser una construcción —cosa que no desconocemos—, se asume con una naturalidad exagerada. ¡Llegamos a un punto en el que pensamos que la inequidad es inherente a la experiencia de vida! Hubo momentos cruciales en la historia en la que algunas personas se impusieron como un grupo dominante. Y estos procesos llevaron vidas por delante; dignidades, esfuerzos, tradiciones… Y todo para responder a la pureza y honra de unos regordetes de mejillas rosadas. Este asunto es merecedor del resentimiento que se puede generar en las comunidades que, aún para estos tiempos, no se les ha devuelto lo que les pertenece. Agnés Varda, en su documental sobre las Panteras Negras logró evidenciar el enojo de todo el Black Panthers Party como resultado del encarcelamiento de Huey Newton. Me llamó la atención, sobre este cortometraje, la manera en la que consideraban válida la lucha armada, basándose en grandes pensadores de izquierda como Marx y Lenin. Esto me llevó a pensar en una consigna que gritábamos hace unos años en las protestas que se hacían a nivel nacional: «no toda la acción violenta es igual. Es justa la del pueblo buscando libertad». Y estos son algunos de los escenarios en los que se justifica el resentimiento.

Se me viene a la cabeza, también, un asunto familiar: esos parientes que se juran merecedores de nuestra compasión incondicional. Estoy seguro de que no existe mayor imprudencia que creer que una persona debe brindar perdón absoluto a otra únicamente porque comparten un lazo sanguíneo. Si tuviésemos que escoger a los miembros de nuestras familias, dejaríamos por fuera a muchos —a todos, tal vez—. Más es imposible hacer esta elección y debemos lidiar con sujetos que, a lo mejor, no tendríamos en cuenta si no fueran nuestros parientes. Estamos atados a la aleatoriedad de la vida. Por ende, no es nuestra culpa vernos obligados a tratar con estos individuos que pueden llegar a ser totalmente opuestos a nosotros. Y, posteriormente, nos hacen pensar que nuestro amor por ellos debe ser innato. Sin embargo, los títulos que derivan del linaje no deben traducirse a licencias permanentes para meter la pata sin consecuencia alguna. Si bien, para algunos es difícil desechar la idea de que no se le debe nada a la familia —no es mi caso—, hay que tener en cuenta que este acto es mirar a un espejo: es reconocerse sin miedo y verse inmiscuido en esos sentimientos de los cuales se intenta huir. Lo cierto es que del rencor no se puede escapar. Está ahí y despierta con el más leve crujido, sea quien sea el que esté pisando con desdén.

Afirmo con crudeza que he perdonado con el fin de no ser categorizado como rencoroso; ser significado por los demás como un ente caprichoso y egoísta, incapaz de priorizar la estabilidad de un colectivo —«eso ya pasó, querido, tampoco es para tanto»—. El perdón se ha instalado en nosotros como un deber social que debe actuar con inmediatez. Mas resulta contradictorio pensar en un perdón inmediato. La reflexión requiere de lejanía temporal con relación al hecho que nos afectó. Sin esta distancia es impensable ejercer el perdón. La herida está abierta y no podemos pretender que cicatrice antes de tiempo. Cuando se perdona de manera precoz, hay un abandono de uno mismo; la necesidad latente de no querer resquebrajar lo que conocemos sale a flote y nos inunda con culpa. Pero, piense, querido lector, en la posibilidad de estar encadenado a los fantasmas de un ayer del que no nos hemos desprendido. Imagínese el pecho como un cofre del cual extravió la llave y que retiene un presente que puede ser más digerible. Habría caos, desorden; sería un punto de inflexión. Sin embargo, habría, de igual forma, un pecho abierto, sin peso y sin secreto. No es menester atar lo que se siente únicamente porque, ante ojos críticos, ese sentir es ambicioso e inconsciente. No se elige qué sentir y experimentar lo que sentimos no debe ser un deseo o una ambición; debe ser una necesidad, algo en lo cual meditar, algo que se debe expresar.

Ocurre, también, que no podemos enfrentarnos a nosotros mismos. Y esto es algo que pude identificar hace muchos años cuando leí a Balzac. El pobre Papá Goriot se mentía vilmente, creyendo que sus hijas no hacían presencia en su lecho de muerte porque no podían y no porque no les interesaba. En el fondo, Papá Goriot absolvió a sus hijas de toda posibilidad de avaricia e hipocresía porque esto era mucho más fácil que confrontarlas, confrontarse… Confrontar esa realidad que Balzac retrató. Todos hemos sido Papá Goriot cuando buscamos de qué aferrarnos para no caer al vacío de la verdad. Al final del día, al fondo de ese abismo estamos nosotros mismos. Todo se torna un poco más cálido cuando se entiende que, tarde o temprano, vuelves al sentimiento original, al sentimiento base. Chocas con las certezas del mundo y, justo en esos momentos, te conoces y te reconoces alrededor de esos sentimientos que han sido crucificados. ¿Qué significa, de todas formas, ser rencoroso? ¿Es realmente ser halado por el peso abrumador del pasado? ¿O es permitir que el dolor duela? ¿Es una categoría en la que se inscriben los faltos de valentía? ¿O es un mecanismo de autodefensa basado en el reconocimiento de las cosas que nos afectan de manera directa? Quiero entender cuál es el motivo por el cual se nos dice qué hacer con nuestras penas.

Espero que el rencor sea otra de esas cosas que, con el tiempo, se naturalice. Y si no ocurre, hay que sobrevivir bajo el gran lente de una sociedad que ama ser la gran jueza de todo —excepto de sí misma—. Es muy fácil revictimizar y señalar al rencoroso; es sencillo poder decir que algo no está bien. Pero, al menos, en el caso del rencor, siento que alcanza una dimensión literaria porque nos permite narrar nuestra intimidad… Y nos permite poner en diálogo lo que sentimos con aquello que se dice de él, como un ejercicio intertextual. A partir de esto, nos damos cuenta que el rencor no es un daño que ocasionamos, ni a nosotros mismos ni a otros. El rencor es validar lo que sentimos y hacer de esto una pequeña parte de nuestros espacios: un rincón al que podemos acudir a veces; una venganza pasiva que asesina y revive un instante, las veces que sean necesarias, para apaciguar el fuego del odio. Hemos fiscalizado los sentimientos y los pensamientos, arrebatando la individualidad de los sujetos y los deseos primarios de cada uno. La sociedad es un ente regulador y la racionalidad parece estar absorbiendo todo rastro de sensibilidad. ¡Y es impensable que esto ocurra! ¡Mantengamos viva la necesidad de desbordarnos de nuestros cauces! ¡Opongámonos a la linealidad del pensamiento y celebremos la anarquía de los sentimientos! Usted sabe, querido lector, que después de todo no hay placer más exquisito que hundirse en uno mismo.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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