Es miércoles por la mañana. Prendo la TV. Está en el canal popular, ese que ven las amas de casa por la mañana, ese donde suceden banalidades de la vida cotidiana: chismes de famosos, noticias irrelevantes. Pero, no me importa. Me entretiene.
De pronto aparece un bloque de comerciales, dónde presto atención a todos, y uno, más que los otros, llama mi atención:
—«Cafiaspirina, para aliviar el malestar del estrés del trabajo, la casa, el tráfico, los hijos, todo en sólo unos minutos, disfruta de tu vida, con Cafiaspirina, sin causar sueño».
Tantas cosas que se encapsulan en este comercial. Y así como éste, en muchos más. Sin querer, comienzo a reflexionar. Pareciera que lo más importante es el vivir rápido, el anestesiarnos la vida, pero vivirla al cien… pero tranquilo… pero no tanto porque hay que vivir al límite y ésta nos está correteando, mantenernos siempre innovando. Un mundo lleno de contradicciones. El mundo de la inmediatez. Si estás enfermo, si te sientes mal, no te preocupes, para todo hay una pastilla, y sobre todo que no interfiera con tu día a día, que no pierdas ni un minuto en sentir tu malestar, que no pierdas ni un minuto escuchando lo que necesita tu cuerpo, ni descanso, ni una vida menos agitada, ni estresarte menos, pues «el tiempo vale oro». Esa frase proviene de nuestro sistema que prioriza el capital, le da un gran valor a la moneda de cambio minimizando nuestra humanidad.
Nos han hecho creer —los dueños de las transnacionales, sus CEO o nosotros mismos— que el trabajo, el capital, el quedar bien ante nuestra empresa, conservar nuestro trabajo y ocupar nuestro poco tiempo libre en gastar eso que hemos ganado con días de esfuerzo, es más importante que nuestra integridad, nuestro bienestar, nuestro vivir bien, nuestra humanidad. Y es que nos han vendido esas falsas ideas —y lo peor es que nos han convencido, o quizá es más sencillo creerlo— que somos libres, que tenemos el poder de cambiar nuestra vida, que nos alimentamos sanamente con el hecho de comprar verdura enlatada en el súper mercado, que si hacemos una hora diaria de ejercicio todo en nuestro cuerpo estará mejor, que si platicamos con nuestros hijos una hora en la cena se remediarán los problemas familiares, que si pasamos una noche al año con nuestros seres queridos tienes una gran familia —aunque sólo ocupemos ese tiempo en embriagarnos, en contar nuestros logros de todo el año, en presumirnos cuánto compramos, cuanto gastamos, cuánto invertimos, a cuántos lugares hemos ido, cuántas tarjetas de crédito manejas, cuánto dinero dispones en el banco—; que si viajamos en nuestro tiempo libre es que disfrutamos la vida, todo esto sin pensar en que sólo lo hacemos para aparentar, para poder subir fotos a redes sociales de nuestra gran vida de libertad, sin pensar en que sólo te preocupabas por la foto, porque te vieran feliz en las redes, en que sepan que eres dueño de tu tiempo, en que supieran que tu vida es espectacular, en ver que tu sueldo es formidable, en que te notarán disfrutando, enfatizando que tu vida es extraordinaria y dispones de gran tiempo para divertirte y disfrutar de ella, que aquel que vea eso en tus redes no tiene la gran fortuna de ser tú. Sí, el ego habla, tu necesidad de sobresalir, de hacerte notar como un humano diferente, un humano único sale a relucir.
Todo es maravilloso hasta el momento en que tu fin de semana, o tus cortas vacaciones se terminan, y vuelves a la vida de la inmediatez, dónde tomas una sola pastilla para aliviar la gripa, el estrés, la depresión, los dolores, la migraña y una sarta de enfermedades donde tu cuerpo lo único que te pide es descanso. Pero, ¿cómo puedo descansar si la vida (el sistema) me exige no parar? ¿Quién pagará mis viajes? ¿Quién pagará mi ropa «de marca» o de esas tiendas de prestigio? ¿Quién pagará el gimnasio, mis compras de artículos innecesarios de internet, mis salidas a antros? ¿Cómo podré pagar el celular que es lo último en tecnología, o mi tablet o los gadgets que necesito para complementar mi outfit tecnológico?
Vivimos en el mundo de apariencias, en el mundo de la inmediatez, en el mundo de vivir pronto pero lento para disfrutar lo que me dicen tengo disfrutar, en el mundo donde conservar tu empleo es más importante sobre conservar tu salud. Vivimos en el mundo donde nos engañamos a nosotros mismos, donde sufrimos depresión, ansiedad y nos falta un sentido, nos falta una meta en la vida, un sentirnos a nosotros y sentir a otro ser humano. Mientras seamos útiles, mientras seamos funcionales es lo que basta porque la vida se me escapa. Y así continúa ese círculo vicioso, y así continua nuestra vida, mejor dicho un intento de vida, una pseudovida deshumanizada, donde somos objetos de consumo, rentando y vendiendo nuestra fuerza de trabajo al mejor postor, vendiendo nuestra vida al primero que me lo proponga, a aquel que me permita llevar a cabo los deseos que me implantaron, y no me cause problemas de racionalización, de humanización, ni especular en qué pasará al futuro o que incluso no me haga pensar ni preocuparme por los demás.
Aceleración forzada, si no entras en este sistema quedas excluido, y a nadie le importas, como la lepra, si estás fuera, no eres nadie. Deshumanización… Aunque debo preocuparme por el prójimo desde la comodidad de mi sillón de 40 dólares que compré en ese famoso sitio de internet, debo preocuparme por otro ser humano que no tiene las posibilidades de ser yo, claro, desde mi laptop última generación —que sigo pagando—, posteando en redes #Apoyoamigrantes, #YoconlaIgualdad, #AbajoSistemaOpresor, con eso basta, el mundo, algún día se arreglará solo, mientras tanto, déjenme seguir disfrutando mis lujos de clase media, permítanme seguir disfrutando lo que me han obligado a disfrutar.
Incongruencias de la modernidad.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.