Uriel Ramos.
La marea. 2021. Fotografía digital.

Nunca me consideré muy bueno para pensar a futuro. Cada que en la escuela preguntaban lo que queríamos ser de adultos, solía mentir, decía lo primero que se cruzaba por mi cabeza: «arquitecto, maestra, contador, profesor». Incluso, en alguna ocasión, respondí que quería ser chofer de microbús, pues aquella forma en la cual adornaban su unidad siempre me pareció bastante llamativa. Y así los días se esfumaron. No tuve tiempo de tomarle cariño a algún oficio o profesión. Repentinamente, tomaba una elección para prepararme y basar el resto de mis días en algo, sin estar totalmente seguro que a eso quería dedicarme. 

Puedo aseverar firmemente que no soy el único a quien eso le sucedió. Pero, a esas alturas, uno no puede chillar o hacer berrinche para obtener lo que quiere, como cuando se es niño; tampoco es posible mentir o fingir, pues ya no hablamos de una pregunta cerrada, sobre la cual nadie va a cuestionarte. Estamos tratando con nuestro futuro. Lo que aquí pedimos es un poco más de tiempo y eso es algo que nadie puede darnos. Nadie tiene la capacidad de manipular el tiempo. No puede disponer de él. Y sí, lo que buscamos es protestar por aquel tiempo transcurrido, en el que nadie nos preparó para este punto. La injusta verdad es que no hay a quien culpar; pues la vida pasa fugazmente. Nadie puede estar listo para lo que ocurrirá al día siguiente. Por mucha afinidad que una persona muestre para algo en específico, no se puede estar lo suficientemente preparado para lo que le espera, aún si se realizan inútiles esfuerzos por intentar trazar un camino en dirección a una meta determinada. El caos inevitablemente domina cada aspecto de nuestra existencia. 

Hoy en día, me atormentan todos esos rostros cansados que acompañan mi cotidianidad, en cada uno de ellos me veo reflejado. Puedo observar claramente aquel pesado despertar: posponiendo la alarma, buscando refugio otros diez minutos en el mundo de los sueños, levantándome de mala gana; odiando cada parte de mi ser que me ha orillado a vivir de esta manera. Puedo tener el desayuno más delicioso o escuchar mi canción favorita en un torpe intento de hacer digerible la mañana, pero no consigo evitar ver aquellos tortuosos barrotes a mi alrededor. No logro dejar de sentirme prisionero al caminar por mi trayecto habitual, tomando el mismo camión y observando los mismos rostros. A veces hablo conmigo mismo, me consuelo, me prometo que es algo temporal, que no estaré así toda mi vida, que es sólo un pequeño peldaño que he de superar para pasar al siguiente. Pero, al final sé que sólo me digo mentiras. ¿Estoy aquí para poder cumplir ciertos objetivos? Por supuesto que cumplo objetivos, pero no son los míos. Sin duda, me engaño pensando que esta forma de vida si se le puede decir vida tiene algún propósito ulterior, que me conseguirá un bienestar futuro, porque claro que desempeño un propósito, pero no es ninguno que yo haya concebido o el cual quiera perpetuar. Únicamente salgo de mi casa en busca de un salario tan miserable como lo es mi existencia. 

«Ya vendrán tiempos mejores». El mismo recurso que usamos todos. Es habitual escucharlo cuando se suele expresar el agobio que causa tu propia existencia. Sin embargo, seamos sinceros, ¿qué pasaría si el día de mañana muero?, ¿y si este vertiginoso impulso de cruzar las avenidas sin fijarme, esperando que un camión me arrolle se apodera de mí?, ¿qué pasa si alguien tan desgraciado como yo ve en mí una oportunidad para reducir su decadencia, arrebatando mis inútiles pertenencias y de paso arrebatando mi vida?, ¿en dónde acabarán mis esperanzas si el transporte en que viajo choca y termino siendo un daño colateral? ¿Es ahí cuando entra aquel engaño de «vendrán tiempos mejores»? ¿El descanso eterno es a lo único que podemos aspirar todos los que vivimos y morimos por el bien de la máquina? El ciclo de la vida, de acuerdo con mis clases de ciencias naturales de la primaria, se reduce a: nacer, crecer, reproducirse y morir. Pero, en mi caso particular, de no querer tener hijos, sería más preciso: naces, creces, te conviertes en autómata y mueres. La finalidad que cumples en esta vida y que nadie te dijo es el ser un autómata, operando sin pasión e interés en tu entorno; comiendo, durmiendo y respirando, con el único fin de mantenerte activo, bien aceitado y afinado para inmortalizar aquello que decidió tu destino muchísimo antes de nacer. 

Pocas son las personas que cuestionan el rumbo que estamos tomando. La mayoría de la gente, a pesar de estar cansada, desmoralizada y harta, no logra dilucidar lo evidente, creyendo que «así es la vida», mientras dignifican aquello que nos mantiene en la precariedad, no sólo material, también emocional, sin ningún tipo de anhelos más allá de buscar sobrevivir hasta el siguiente día. Nos refugiamos en nuestras familias, seres queridos, vicios e inverosímiles sueños, creyendo fielmente que podrán disminuir nuestra ruina. Aunque de una forma así es, logramos apaciguar nuestro infortunio con cariño y bondad, no obstante, a mí parecer, resulta preocupante saber que las personas que me importan están tan asfixiadas como yo, bajo este manto de podredumbre. Nadie debería resignarse a pensar que este remedo de existencia es como debe ser la vida. Nadie debería pasar sus horas permitiendo que logren socavar su libertad y dignidad. 

He de admitir que estas palabras pueden aparentar ser inútiles y minúsculas ante el vasto desamparo que produce esta falsa forma de vida, sin embargo, mientras exista alguien tan inconforme como lo estoy ahora, permaneceré ferozmente arraigado a la idea de unirme a mis congéneres y continuar gritando con todas las fuerzas de mi espíritu: ¡basta!

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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