Carolina Navarrete.
Sin título. 2019. Fotografía digital.

Uno sale de su casa, unas veces con y otras sin ánimos, pero siempre dispuesto a cumplir la rutina. Se respira el aire matutino, a decir verdad, bastante contaminado, y sin embargo con una sensación de frescura, pues aquí los hogares son pequeños y sobre-habitados; eso es lo que ofrecen las ciudades, la máxima expresión de las apariencias.

Las ciudades son lugares tan grandes que, entre tanto gentío, es imposible detenerse. La ciudad nos hace seguir su ritmo, nos obliga ir a prisa, aunque la inconmensurable masa de personas propicie un lento tránsito; el transporte público se atiborra, está tan lleno que se violan hasta las leyes de la física; se dice que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar en el espacio, pero el querido colectivo hace lo imposible, una mano por aquí, un brazo sobre tu nuca, alguien recargándose en tu espalda, dos pies de distintas personas pisándote… ¡Hay momentos en los que juras tener tres brazos y dos torsos!

Entre la multitud resulta imposible no escuchar las conversaciones de la gente sobre sus vidas cotidianas, parecidas a las historias que las telenovelas nos narran de forma chusca para hacerlas digeribles. Pero, sucede que no puedes hacer digerible algo que por sí mismo es de naturaleza cruda… «¿Supiste que no encuentran a la hija de tu comadre?». «El carnicero de la esquina mató a su mujer a golpes». «El hijo de tu vecina anda en malos pasos», etcétera. Lo que pasa en los barrios es el pan de cada día de los viajes en transporte público.

Después de minutos o incluso horas de trayecto, y de tanta información efímera, sales a tomar un poco de aire. Aire que sientes tan puro, pero que enmascara su hedor. Un aire que compartimos todos los que nos encontramos a merced de la ciudad; un aire indiferente, pues lleva impregnado la esencia del gentío; indiferencia expresada cuando ves un vagabundo tirado, con botella en mano lleno de un líquido de dudosa procedencia. Nadie se detiene a preguntarle qué le pasa, que tiene, si necesita ayuda o si desea una simple charla. Entre tantos individuos, parece irónico lo poco que nos conocemos.

Al continuar la rutina, estoy casi seguro de que conoces esas miradas cabizbajas que acompañan tu trayecto, algunas resultan tan familiares que no sabes si es porque te las has topado en días anteriores al compartir ruta o si es por la misma expresión de desaliento que cargas contigo mismo a diario. Si resulta que ya los conoces, ¿qué tanto conoces? Y si es una mirada idéntica a la tuya, ¿por qué no haces algo para cambiarla? ¿Acaso es mejor que todos llevemos la misma cara? ¿Es parte del código de vestimenta que nos otorga la ciudad? ¿Es acaso que el aire de la indiferencia nos tiene seducidos? ¿O es que a uno le resulta más fácil ser indiferente? Pues hay tanta gente, un mar, mejor dicho. ¡Un puto océano! Tan vasto que por más que se mire a los cuatro puntos cardinales parece infinito y si es así, entre la infinidad, ¿por dónde empezar? ¿Acaso se debe empezar? ¿No resultaría mejor olvidarse de tantas preguntas y aceptar que estamos condenados a la indiferencia? Aceptar que aquel vagabundo está mejor sin nuestras atenciones, o aceptar que aquel niño que se junta con la pandilla y está probando por primera vez las drogas a sus 12 años, realmente no necesita nuestra preocupación. Tal vez es más fácil aceptar que aquella señora que es violentada por una bestia cada que llega a casa no requiere que un desconocido, uno más que porta la máscara de la indiferencia, se le acerque y le extienda la mano. ¿Será que el objetivo de las ciudades es arrebatarnos ese sentimiento de empatía por el colectivo y resguardarnos en el abismo de la indiferencia? ¿Será que sólo los necios, los tercos y los metiches son los únicos que le dedican su tiempo y sus pensamientos a la vida del otro? ¿Podría ser que está en la naturaleza y en la lógica de la vida citadina indignarse para después ignorar? Pues, las pantallas y los medios nos llenan con tanta frecuencia de hechos violentos y crueles que posiblemente hemos sido desensibilizados ante el dolor ajeno. Parece que es una obligación el ser indiferentes a lo que observamos en la rutina, en la asfixiante y efímera senda trazada por nuestra propia comodidad… ¿Será que pierdo el tiempo escribiendo y quejándome ante una pantalla mientras, en estos mismos instantes, la indiferencia toma sus formas más macabras en un punto cualquiera de esta ciudad?

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

Suscríbete

NEWSLTTER