Aparecen presencias de acero, sangre y sudor todos los días.
Duran poco. Sólo laten.
Hay panteones de árboles disfrazados de futuro:
ardientes laberintos de vidrio donde la palabra brota y se extingue.
En la sombra a veces llora el tiempo, quebrado, oscuro, adormecido.
A veces se pasea por bares y prostíbulos
porque sólo ahí siente su cuerpo.
Las horas se alargan encima del escritorio.
Y los minutos se intercambian por lágrimas de negación
porque no todo es lindo,
pero ya se forman las revolvedoras de cemento
como si fueran a gravitar el umbral del desarrollo desde el despojo.
Sobre la sacralización de lo simple, acaso, se perpetúan los desiertos, alguien dijo.
Se reúnen los falsos íconos allá,
he visto ya sus adornos de oro, sus coronas de hielo.
Crepúsculos cómo frutas pudriéndose en el mismo estante de las píldoras
junto a la ropa negra.
Oigo el lamento en mi reflejo.
Y escucho que la ciudad grita. Sus héroes le mintieron.

Alguna vez fueron paraísos estoicos de lisa piedra blanca
donde la gente soñó que podían controlar su propia suerte.
Ruinas modernas, contorneadas por una noción de falso misterio.
Más como sueños tristes que como luces dinámicas
sobre las cuales el acto de ser se dinamita.
Maquetas en la bodega, se almacenan una junto a la otra, se producen en serie.
Mausoleos de ceniza y tezontle sobre largas playas ciegas donde el mar queda lejos,
cuevas calientes para personas de porcelana y perros de plástico;
monumentos que pudieron ser una frase escrita en el polvo,
un dibujo impreso en papel carbón,
y no un rezo sagrado que aparenta una desnudez purista
justificada por una virtud importada y tibia
de un recuerdo roto
sostenido sólo por una fotografía
sin habitantes.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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