Hola, que tal. Yo soy el otro. No tengo nombre.
Nací en el abismo, junto a monumentos de piedra:
sobre inacabadas ruinas,
hitos que alguna vez articularon una ciudad de agua contorneada por mitos.
Mi calle tiene su imagen, te digo. Mis plantas son su conquista traducida.
Lonas tricolores decoran la fachada de mi casa, por ejemplo.
Es el único color que conocemos los que aquí vivimos.
Me conforma el vacío. Insisto, en él despierto. Lo transporto. Tengo su marca.
Es la quemadura, el símbolo, la bandera, eso mencionaron en el bautizo.
Es decir, los he escuchado afuera susurrarse el proceso.
Placer y olvido. Panacea y desencanto compaginados como un sacramento.
En otras palabras, casa como sinónimo de camposanto permanente.
Polvo sobre cuerpos desmembrados, por supuesto. Es el paisaje diario.
El recuerdo magullado junto a la cruz, la flor marchita,
la ropa tendida, un desaparecido más.
A saber porque sigo caminando entre sus impasibles fauces, me pregunto,
pues todavía no encuentro la puerta
que me lleve a la luz.
Hola, que tal. Yo soy la mugre. Me forma el lodo.
Entre espinas de cristal sucumbo cada vez que alzo la vista.
Por supuesto que he llorado para despedirme del futuro. Lo supe desde niño.
Fue aquel día. Vino la muerte. Tocó la puerta.
Los vecinos abrieron y la recibieron con abrazos.
Es el cobro del crédito. Me lo dijo mi madre.
Instantes sórdidos, después la herida, nunca hay gritos.
Así funciona siempre, dijo ella, sólo escóndete.
Decidir entre tomar la báscula o seguir jugando.
O romper en llanto. O incendiar el álbum de fotos.
Deambulo, sin embargo, sigo caminando. Tiemblo. Tirito. Me rodean esos placeres instantáneos.
Caída en derredor de los mismos calvarios: el hábito de permanecer ausente todo el tiempo.
Claro que pabellones de cartón y arena me sujetarán si me esfuerzo.
Lo vi en el noticiero la otra noche.
Una supuesta belleza decorará mis párpados, allí dijeron. Se enmohecen más rápido
con alcohol y pólvora,
lo leí en alguna parte.
Como fuere. Publicidad, ilegalidad, enfermedad, epitafio, muchas palabras, nos mencionan:
estirpe; atavío; tensión-sesgo; al cabo escucho sus confabulaciones;
finalmente, la caricia del suicidio lento. Aparece cada tanto. Es un llamamiento.
A veces, es cierto, es sólo una imagen,
a veces aparece como amuleto, como techo,
a veces como máscara, a veces deuda, a veces elixir.
Si, creo que terminaré como todos. Te lo dije un día. Es el siguiente paso.
Conquista e iracunda demora. Yo soy lo que sea que quiera quien de mi se olvida.
Ellos se levantan o se levantarán o ya se han levantado sobre mi cadáver.
O sea, no llega la ayuda. No llega la vida. No llega el reloj ni sus figuras
ni sus dioses de barro negro.
Vagabundea por allí, no obstante, el azúcar envuelto
en la carriola junto al recién nacido.
No se cansará
ni le pegará el sol
ni tendrá llagas el querubín, pero crecerá junto a militares
que le preguntarán por la tarde cuál es su fecha de caducidad.
Para no hacer el cuento largo, yo soy lo profano;
se expondrá en un museo un día:
narrativa de dolor vista desde el encanto poético.
A la postre, el eco que alguien más pronunciará
cómo telón
para su propio relato.
Yo seré eso.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.