Gerardo Buendía.
Sin título. 2024. Fotografía digital.

Hola, que tal. Yo soy el otro.                   No tengo nombre.
Nací en el abismo, junto a monumentos de piedra:
sobre inacabadas ruinas,    
hitos que alguna vez articularon                       una ciudad de agua (contorneada por mitos).
Mi calle tiene su imagen, te digo.                        Mis plantas son su conquista traducida.
Lonas tricolores decoran la fachada de mi casa, por ejemplo.
Es el único color que conocemos los que aquí vivimos.
Me conforma el vacío. Insisto, en él despierto. Lo transporto. Tengo su marca.
Es la quemadura, el símbolo, la bandera, eso mencionaron en el bautizo.
Es decir, los he escuchado afuera susurrarse el proceso.
Placer y olvido. Panacea y desencanto compaginados como un sacramento.
En otras palabras, casa como sinónimo de camposanto permanente.
Polvo sobre cuerpos desmembrados, por supuesto. Es el paisaje diario.
El recuerdo magullado junto a la cruz, la flor marchita,
la ropa tendida, un desaparecido más.
A saber porque sigo caminando entre sus impasibles fauces, me pregunto,
pues todavía no encuentro la puerta
que me lleve a la luz.

Hola, que tal. Yo soy la mugre.                     Me forma el lodo.
Entre espinas de cristal sucumbo                  cada vez que alzo la vista.
Por supuesto que he llorado para despedirme. Lo supe desde antes.
Fue aquel día. Vino la muerte. Tocó la puerta. Hubo sonrisas.
Los vecinos abrieron y la recibieron con abrazos y besos, y una taza de café y una cerveza.
Es el cobro del crédito. Me lo dijo mi madre. Acá hasta irse cuesta. Los nietos pagan.
Instantes sórdidos, después la herida, nunca hay jadeos.
Así funciona siempre, dijo ella, sólo escóndete. No los mires.
Sólo escoge. 
Decidir entre tomar la báscula o seguir jugando.
O romper en llanto. O incendiar el álbum familiar entretanto la casa arde.
Deambulo, sin embargo, sigo caminando. Tiemblo. Tirito. Río. Me extingo poco a poco.
Es decir, habito el silencio resultante, apenas sorteando las sirenas y los gritos.
Me rodean esos placeres instantáneos, insisto. Me sostengo apenas de la tempestad de mi recuerdo.
Caída en derredor de los mismos calvarios: el hábito de permanecer ausente todo el tiempo. Eso me rodea.
Claro que pabellones de cartón y arena me sujetarán si me esfuerzo (lo suficiente).
Lo vi en el noticiero la otra noche.
Una supuesta belleza decorará mis párpados, allí dijeron. 
Se enmohecen más rápido
con alcohol y pólvora,
lo leí en alguna parte de mi infancia.
Como fuere. Publicidad, ilegalidad,                         enfermedad, epitafio, muchas palabras, nos mencionan:
estirpe; atavío; tensión-sesgo; al cabo escucho sus confabulaciones;
el secreto, la caricia, tentativa de escape sabor a sangre seca impresa en el concreto de las calles.
Imagen, secuencia,
amuleto, a veces techo, a veces distancia, llamamiento exiguo,
a veces máscara, a veces deuda, a veces elixir, presagio escrito al filo de la suerte que nos toca.
Te lo dije un día. Es el siguiente paso. Soñar con no volver nunca.
Conquista e iracunda demora. Yo soy lo que sea que quiera quien de mi se olvida finalmente.
Ellos se levantan o se levantarán o ya se han levantado sobre mi cadáver.
O sea, no llega la ayuda. No llega la vida. No llega el reloj ni sus figuras
ni sus dioses de barro negro.
Vagabundea por allí, no obstante, el azúcar envuelto
en la carriola                       junto al recién nacido.
No se cansará
          ni le pegará el sol
                ni tendrá llagas el querubín, pero crecerá junto a militares
qué le dirán por la tarde cuál es su fecha de caducidad.
Para no hacer el cuento largo, yo soy lo profano;
se expondrá en un museo un día:
narrativa de dolor vista desde el encanto poético, claro, como te digo.
A la postre, el eco que alguien más pronunciará
cómo telón
para su propio relato.
Yo seré eso.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

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