La mayoría de todos aquellos que estudiaron, estudiamos o estudiarán una carrera universitaria pensamos alguna vez, como fin último, la obtención del tan anhelado título; —es más— en cualquier familia latinoamericana promedio se considera como un máximo logro decir de un hijo, con orgullo: «¡mi hijo ya es ingeniero/licenciado/lo que sea!».
Hasta yo he llegado a pensar tal cosa: que el objetivo de entrar a la facultad —de arquitectura, en este caso— es ser arquitecto, ¿no? Pareciera habitual contestar a estas preguntas. Por ejemplo: ¿a qué te dedicas? ¿Qué haces? ¿Quién eres? Respondes con un: «soy arquitecto», de manera casi automática. Tal pareciera que el hacerse de un título universitario, como si de un grado militar se tratase, te proveyera una especie de autoridad en el área. Y ese es el menos pior de los casos. Hay quien cree ser un arquitecto de verdad y está lejos de serlo. Porque titularse de arquitecto es una cosa, pero serlo de verdad es otra muy distinta.
Pero, ¿qué es ser un arquitecto de verdad? Arquitectura proviene de la palabra en latín architectus, que proviene del griego ἀρχιτέκτων (architéktōn). [ἀρχι; archi: ser el primero, el que manda. Y τέκτων; tecton: albañil, constructor]. Es decir, el jefe que manda a los albañiles. El origen de la profesión se remonta a una posición social en las organizaciones antiguas donde el arquitecto no construía otra infraestructura que no fuera aquella que expresara el poder o el dogma de la época: templos y palacios generalmente. Y si bien había un «estatus». El arquitecto era en sí mismo un constructor.
Hoy, siglos después, los grandes de esta profesión han recurrido a las grandes civilizaciones antiguas —Roma, Grecia y Egipto— como fuente inagotable de sabiduría arquitectónica. ¿Por qué? Primero porque —al ser en su mayoría tipologías religiosas— expresaban con fervor, con intensidad, la idiosincrasia de la época. La religión en aquella época era un mismo cristal a través del cual todos veían la vida y la existencia —una cosmovisión—. Por tanto, todo aquello que saliera de sus manos —sin pretensión alguna de trascendencia, sino como una vía honesta de oblación— impregnaba de un aliento poético todas sus hechuras, desde un herraje hasta una pirámide. Había un vuelo. No desde la vanidad aspiracional, sino desde el fervor, desde la fe —hasta cierto punto ciega— y una coherencia de pensamiento: palabra y acto. Alfredo Sáenz en su libro La cristiandad y su cosmovisión (1992) comenta:
«Las catedrales góticas, las cuales primero fueron resultado de una evolución del procedimiento constructivo (el contrafuerte) y no una ocurrencia del arquitecto intentando ser moderno. Segundo. Todo el pueblo se ofrecía —gratuitamente— aportando a modo de ofrenda su trabajo para construir su catedral (simbolismo colectivo). Todos se ofrecían al ‘altísimo’ mediante su sudor, su trabajo y a veces hasta su vida. De forma metafísica todas sus hechuras se ‘impregnaban de fe’. Infiriéndole así una consciencia colectiva poderosa».
Hoy, cientos o miles de años después —aunque de aquellas construcciones hoy sólo ruinas queden y la materia se desvanezca—, la esencia permanece. Hay un algo que podría calificar de inefable, que escapa del lenguaje. Epifanía. Revelación. Por algo los grandes arquitectos de todos los tiempos han recurrido a ellas constantemente.
En suma, deberíamos alejarnos de los circuitos cibernéticos, de las imágenes autocomplacientes, de los likes facilones, y tal vez —sólo tal vez— si dejásemos las pretensiones aspiracionales en busca del reconocimiento y partiéramos de una constante, tensa, a veces juguetona y a veces furiosa, búsqueda de una belleza natural, esplendente, cotidiana y humilde, entonces podríamos hacer una arquitectura comburente, no combustible, catalizadora, un instrumento que puede —quizá— cambiar la vida de las personas y —tal vez— demostrar que la arquitectura —la de verdad— está para hablar a todos y levantar su corazón, para volverlos más felices. Todo el tiempo me pregunto porque siempre tenemos que —o por lo menos tratar de— crear la todo poderosa, inmortal, nueva de nuevas, de rompesumadre y más brillante pieza arquitectónica de todos los tiempos.
Por contraste, es útil considerar a tanta de la arquitectura comercial que se construye en estos tiempos. En demasiados casos, tecnología y métodos de construcción novedosos, materiales sofisticados y voluntades arquitectónicas que buscan a toda costa destacar y llamar la atención. La preferencia por ciertos tics formales y el rebuscamiento de los volúmenes completan el cuadro: así se obtienen simples construcciones a la moda que suplantan el lugar de una arquitectura consistente, útil, bella —firmitas, utilitas, venustas.
Para ganarse dignamente la vida, los arquitectos deben serlo de vocación, de raza, de agallas y arrojo. Y hacerlo con humildad y sencillez. Todo lo contrario, con tantos arquitectos. Fachas, materialitos brillosos o piedrín —resucitó el piedrín—, columnas chuecas, chipotes, puterías variadas, alardes estructurales costosos, ventanas carísimas a las que se les mete el agua, oscura terminología, «conceptos» hechos bolas y un largo etcétera. Que quede claro que existen muy buenos arquitectos… cuando piensan como un ranchero. ¿Cómo es eso? Pues así. Sin complejos.
Entonces, ¿qué es ser un arquitecto de verdad? No sé. Pero si algo sí sé es que ser arquitecto es una cosa, pero serlo de verdad es otra. Y no. No somos gente de apariencia extraña: «artistas». Somos lo que aparece en este texto. Nada más. Tristemente.
No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.