2023-180

Gerardo Buendía.
Sin título. 2022. Fotografía digital.

Es una tarde como cualquier otra, no obstante, una abrumadora sensación de incertidumbre impregna el ambiente. Deambulo perdido, rodeado de un entorno implacable y gélido. En completa confusión recorro las calles que mis pasos encuentran; hostigado por un incómodo sentimiento de familiaridad. Dirijo la mirada al cielo únicamente para toparme con un manto grisáceo y denso que impide el paso de los rayos solares. Mientras camino percibo un deleitable aroma a petricor, observo algunas viviendas, parpadeantes postes de luz y algunos autos aparcados; sin embargo, ninguna otra persona ronda a mi alrededor.

Continúo sin rumbo, dando pasos sobre la acera, hasta toparme con un parque habitado por árboles altos y frondosos, tan imponentes que capturan en una inquietante oscuridad todo bajo sus dominios. En el corazón del sitio y a pesar de las dificultades, reconozco a un individuo de mediana edad, quién descansa plácidamente en un kiosco; puedo admirar que guarda un semblante cabizbajo, mientras a sus pies reposan un par de cachorros, además de algunas bolsas negras. El hombre mide aproximadamente 1.70, viste una larga gabardina gris, con tonalidad similar al de las nubes de esta pintoresca tarde; y de su cuello cuelga un pequeño letrero en el cual puede leerse: «D.N.».

Repentinamente me vi obligado a dirigir mi rumbo hacia tan oportuna estructura, en busca de refugio debido al torrente que el cielo desató sin advertencia alguna. El eco de mis pasos retumbó al entrar en aquel sitio, sin embargo, para D.N. mi presencia resultaba prescindible; traté de buscarle la mirada, en un intento por amenizar aquel momento, pero mis actos eran inútiles. D.N. me ignoraba por completo.

Conforme los segundos avanzan observo la tormenta cubrir todo a nuestro alrededor. Súbitamente comienzo a sentirme sofocado, cautivo de las circunstancias, sin ninguna posibilidad más que esperar. La melancolía no demora en invadir mis pensamientos, en mi delirio el sonido del aguacero golpeando todo a su paso se disipa paulatinamente y en su lugar resuenan algunos recuerdos. Escucho risas, carcajadas libres y despreocupadas, de esas que te llenan de vida y nutren el alma para soportar la cotidianidad. Reconozco casi de inmediato que aquellas risas pertenecen a mis amistades; puedo verlos nuevamente recostados sobre el pasto donde acostumbrábamos pasar el tiempo, convirtiendo nuestra mutua compañía en una experiencia grata y amena; compañía que anhelo tanto en estos momentos. 

Inevitablemente me encuentro ensimismado en los detalles de ciertos ayeres; para ser exactos, me refiero a mi rutina de algunos años atrás: las personas con las que solía convivir, los lugares que frecuentaba, las actividades que realizaba… Todas estas imágenes me resultan sublimes al contemplarlas desde la cruel distancia que me doblega actualmente. A pesar de mi añoranza, una sensación de culpa emerge desde un inadvertido rincón de mis pensamientos, pues recuerdo que hace unos años también me sentía cautivo de las circunstancias.

Esperando a que pase la lluvia, comienzo a sentir un intenso malestar que aparenta ser resultado de una epifanía, y es que comúnmente me acostumbre a hacer de la espera un vicio, con la esperanza de que las circunstancias resulten favorables para proceder ante algún problema.; mientras tanto, paso las horas perpetuando una existencia absurda, buscando sobrevivir día a día el fin del mundo. De momento considero que mi existencia se basa en una constante espera, incluso he vivido mis mejores días a la expectativa de que estos puedan repetirse para disfrutarlos libremente, impidiéndome gozar con plenitud, sin la constante angustia que me mantiene prisionero.

Un peculiar y delicioso aroma interrumpe aquel ensimismamiento, causándome un gran sobresalto al percatarme de que D.N. permanece fumando a escasos metros de donde me encuentro. Dirijo mi mirada hacia él solamente para notar que observa minuciosamente mi rostro, la proximidad que existe entre nosotros genera intriga desmedida, puesto que, aunque todo aquí es alarmantemente familiar, aquel semblante no corresponde a nada que yo haya visto antes; no recuerdo persona alguna que me haya hecho pensar que su rostro refleja la muerte de incontables sueños, esperanzas y anhelos; sobre ninguna otra cara he visto representado tanto dolor, pena y angustia y definitivamente, pese a aquellas características, jamás había visto una expresión de sosiego tan pura como la de D.N.

A pesar de lo efímero que fue aquel intercambio de miradas, no puedo asegurarlo, pero tuve el presentimiento de que D.N. sabía con exactitud el agobio que me producía no sentirme libre, pues de su gabardina sacó un pequeño baúl metálico en el que transportaba algunos cigarrillos perfectamente forjados, de los cuales me extendió uno al tiempo que disponía una caja de cerillos emergida desde otro bolsillo; por mi parte acepté el regalo, lo encendí, agradecí el gesto sintiendo cómo una larga bocanada me dejó un delicioso sabor a calma. 

Ambos fumamos durante un rato en completo mutismo, hasta que me permito romper el silencio al preguntarle a D.N. si lo que lleva escrito en su letrero guarda algún significado en particular, entonces noto el esbozo de una tenue risa surgir de D.N., lo escucho carraspear y finalmente aprecio el sonido de su voz diciéndome en un tono profundo: «puede significar demasiadas cosas, pero de momento es una abreviatura para Don Nadie».

Sin dejar espacio para alguna respuesta, Don Nadie continúa sus palabras: «Tu semblante delata una desesperada necesidad de libertad. Cotidianamente completas tus jornadas con un sentimiento de desamparo, esperando el momento en el que finalmente podrás sentirte libre, sin embargo, cada segundo que esperas te distancias más de aquel anhelo. La contradicción en la que vives me abruma, debes aprender la importancia de mirar desde el encierro. Me llamo a mí mismo Don Nadie, porque nadie es verdaderamente libre; nadie termina por aprender de sus errores, nadie parece preocuparse por los demás, nadie tiene tiempo de mirar las nubes teñirse de rojo con el atardecer, nadie es realmente imprescindible en esta vida, nadie parece aprovechar el tiempo que le queda, nadie se preocupará por ti el día de mañana; y soy un Don nadie el día de hoy porque nadie se encargará de alimentar al par de cachorros que encontré abandonados hace unas horas. Muchas veces las circunstancias se transforman en prisiones que nos distraen de disfrutar oportunidades exquisitas para encontrar libertad».

Sin sentido alguno, tras parpadear y escuchar las palabras de Don Nadie, me encuentro desorientado, escucho nuevamente agua cayendo, pero no de lluvia, sino de la regadera. Termino de bañarme, cuento con tiempo suficiente para alistarme y dirigirme al trabajo. Salgo de casa y tras caminar un par de pasos resuenan las palabras de Don Nadie —¿o debería decir «mis palabras»?— porque aun cuando sé que nuestro rostro, nuestra altura y nuestra voz son distintas, yo soy ese Don Nadie, que muchas veces anda distraído, tanto como para olvidar que cuando uno mira desde el encierro, no sólo está presente aquello que nos mantiene cautivos, también se torna evidente lo que uno necesita para sentirse libre.

No sé para que publico, de todas formas no ves mis indirectas.

Suscríbete

NEWSLTTER